Una vocación es verdad propia,
verdad descubierta, verdad viviéndose, realizándose... A través de ella intuimos
un sentido para nuestra presencia en el mundo. La vivimos, íntimamente
vinculada a un sentimiento de libertad. Somos libres para escoger hacer y
decidir vivir de acuerdo a eso que hemos elegido hacer. Nuestra vocación nos
distingue individualmente. Nos orienta. Reúne en nosotros signos donde conjurar
demasiadas fragmentaciones o dispersiones. Otorga una estructura a esa historia
que es la nuestra. Nos traduce. Nos obliga a no aislarnos.
Lo justo, lo natural es que las
propias cualidades y la vocación coincidan, que la una sea muy directa
consecuencia de las otras. Lo ideal es reconocerla muy temprano; tempranamente
hacerla parte de comportamientos, pasos, propósitos y acciones. Ella no es solo
potestad: posee la forma de las verdades
conquistadas, de los propósitos convertidos en norte de vida.
Nada más lamentable que padecer una
existencia deformada en una actividad que no nos encarne. Vernos obligados a
desempeñar labores que nos contradigan, trabajar toda la vida en algo que,
eventualmente, se aborrece: acaso una de las visiones más representativas del
infierno en la tierra.