¿Cuándo una sociedad deja de ser un armonioso
lugar, un espacio de genuina convivencia y pasa a convertirse en clausura y
agobiante encierro? ¿De qué manera una colectividad degrada costumbres,
tradiciones, comportamientos y pasa a transformarse en sitio de mortecina
supervivencia? ¿Cómo conjurar estas horribles metamorfosis? En
su libro, Educación para la democracia,
John Dewey, ofrece su respuesta: la educación. Al
educar a un individuo -señala- se contribuye a crear
una sociedad mejor.
Dewey entendía muy bien que la única
sociedad que merecemos los hombres será ésa capaz de permitirnos, en un marco
de libertad, de tolerancia y de justicia, construir nuestro propio proyecto de
felicidad. Educar significará, entonces, educar para
la democracia. Asegurar al estudiante el conocimiento necesario para la
conquista de sus propias metas individuales y, a la vez, inculcarle un proyecto
de convivencia sustentado en la tolerancia, la inclusión y la solidaridad; acercarlo
al mundo desde la conciencia de su propia libertad, transmitiéndole que nunca
hay que temerle a la libertad, que ella es, y nunca podría dejar de ser, el
sustento de toda forma de convivencia.
Quien educa llena un
vacío. Entiende que su deber es comunicar eso que debería saberse y nunca
olvidarse. ¿Su reto esencial? Conservar viva su fe en
ese ser humano al cual se dirige. Recuerdo una frase de John Steinback en su discurso
de agradecimiento al recibir el Premio Nobel, “sostengo que un autor que no
crea apasionadamente en la capacidad de perfeccionamiento del hombre no tiene
dedicación ni ningún lugar en la literatura”. Es una frase igualmente referible
al tema educativo. Un educador que no crea en la posible perfectibilidad de sus
estudiantes y en la potestad de éstos para contribuir a la construcción de una
mejor sociedad, jamás debería enseñar.