viernes, 13 de septiembre de 2019

¿CUÁNDO UNA SOCIEDAD...?


¿Cuándo una sociedad deja de ser un armonioso lugar, un espacio de genuina convivencia y pasa a convertirse en clausura y agobiante encierro? ¿De qué manera una colectividad degrada costumbres, tradiciones, comportamientos y pasa a transformarse en sitio de mortecina supervivencia? ¿Cómo conjurar estas horribles metamorfosis? En su libro, Educación para la democracia, John Dewey, ofrece su respuesta: la educación. Al educar a un individuo -señala- se contribuye a crear una sociedad mejor.
Dewey entendía muy bien que la única sociedad que merecemos los hombres será ésa capaz de permitirnos, en un marco de libertad, de tolerancia y de justicia, construir nuestro propio proyecto de felicidad. Educar significará, entonces, educar para la democracia. Asegurar al estudiante el conocimiento necesario para la conquista de sus propias metas individuales y, a la vez, inculcarle un proyecto de convivencia sustentado en la tolerancia, la inclusión y la solidaridad; acercarlo al mundo desde la conciencia de su propia libertad, transmitiéndole que nunca hay que temerle a la libertad, que ella es, y nunca podría dejar de ser, el sustento de toda forma de convivencia.
Quien educa llena un vacío. Entiende que su deber es comunicar eso que debería saberse y nunca olvidarse. ¿Su reto esencial? Conservar viva su fe en ese ser humano al cual se dirige. Recuerdo una frase de John Steinback en su discurso de agradecimiento al recibir el Premio Nobel, “sostengo que un autor que no crea apasionadamente en la capacidad de perfeccionamiento del hombre no tiene dedicación ni ningún lugar en la literatura”. Es una frase igualmente referible al tema educativo. Un educador que no crea en la posible perfectibilidad de sus estudiantes y en la potestad de éstos para contribuir a la construcción de una mejor sociedad, jamás debería enseñar.