¿Cuál es el sentido de la política? Suele
definírsela como el arte del poder en beneficio de la convivencia: unos pocos
gobiernan para que una mayoría viva razonablemente bien, sea razonablemente
feliz y sus necesidades se hallen razonablemente satisfechas.
Cuando pensamos en una convivencia
aceptable para cualquier comunidad pensamos en insoslayables condiciones:
justicia, respeto a la dignidad humana, solidaridad, tolerancia… Realidades que
no podrían darse sino en sociedades donde sean posibles la temporalidad del
poder, la presencia de leyes aceptadas y la potestad de instituciones
respetadas; sociedades que entiendan que no hay
sentido alguno en la uniformidad y acepten que solo el pluralismo posibilita la
superación de las naturales divergencias entre los hombres a través de reglas
de juego acatadas por todos.
Cuando esas reglas de juego dejan de
respetarse llega el fin de la convivencia. La delirante inspiración de algún dictador,
las ideologías excluyentes, los principios dogmáticos y toda clase de
fanatismos significan la imposible concordia entre los miembros de una
colectividad.
La
democracia nació en la antigua Grecia, en el año 504 antes de nuestra era, bajo
la forma de una profunda convicción: el orden humano había dejado de depender
de los dioses y pasaba a relacionarse solo con la voluntad de los hombres. Nunca el
credo democrático ha sido mejor definido que en la remota Oración fúnebre del gran estadista ateniense Pericles: “Nuestra
administración favorece a la mayoría y no a la minoría. Nuestras leyes ofrecen
una justicia equitativa a todos los hombres por igual, en sus querellas
privadas, pero esto no significa que sean pasados por alto los derechos del
mérito. Cuando un ciudadano se distingue por su valía, entonces se lo prefiere
para las tareas públicas, no a manera de privilegio, sino de reconocimiento de
sus virtudes. La libertad de que gozamos abarca también la vida corriente; no
recelamos los unos de los otros, y no nos entrometemos en los actos de nuestro
vecino. La única actitud ante la
libertad consiste en considerarnos a nosotros mismos responsables de ella y, a
la vez, merecedores de ella…”
Desde la lejanía del tiempo nos llegan estas
descripciones extraordinarias. Perder la fe en ellas es y ha sido siempre el principal
error de las democracias. Desalentadas ante errores y vicios que ellas bien pudieran
corregir -la corrupción, por ejemplo- es frecuente ver como las colectividades se
dejan arrastrar por quienes culpan a los gobiernos democráticos de la propia torpeza
humana. La democracia depende y dependerá siempre de una sólida ética de la
parte de gobernantes y gobernados. Definitivamente no es a ella a quien ha de
culparse de la incoherencia humana. Desde luego, nunca podrá perdurar la
democracia en sociedades que, por su falta de educación, la perdieron porque, simplemente,
dejaron de merecerla.