¿Cuál es el sentido del conocimiento? Se me
ocurre una muy válida respuesta: ayudarnos a los hombres a alcanzar una mejor
vida, permitirnos definir esos valores que nos interpretan
y definen. Vivir mejor como individuos, pero, igualmente, vivir mejor dentro de ese espacio
social que compartimos con muchos otros.
Individualmente
somos. Individualmente aprovechamos aprendizajes, nos
afirmamos en ciertos propósitos, nos acercamos
–tratamos de hacerlo- a nuestra imagen de felicidad. Individualidad
necesaria; pero, igualmente, sociabilidad necesaria. Toda definición de lo singularmente propio pasa por la
relación entre el yo y los otros. Nuestra
autonomía se nutre, también, de nuestra dependencia. Crecimiento en lo
individual y, a la vez, necesario crecimiento junto a esa comunidad a la cual
pertenecemos.
En su libro fundamental, Educación para la democracia, John Dewey
señala cómo el conocimiento permite, sobre todo, la posibilidad de mejorar nuestra
propia existencia y nuestra convivencia. A mayor conocimiento
mayor humanidad; humanización convertida en posibilidad únicamente en
democracia; dentro de espacios políticos apoyados en la tolerancia, el pluralismo, el respeto a la
justicia y a la dignidad individual; sustentados sobre una ética que nunca podrá
aceptar que el fin justifique los medios.
La única sociedad que, como seres
humanos, precisamos y merecemos, será ésa donde lo que cuente sea el desarrollo
del potencial de cada individuo convertido en punto de partida para beneficio
de todos. Ésa que existe por y para las personas que
la conforman y en la cual sus miembros nunca se vean obligados a regirse por dogmas ideológicos
o los caprichos de algún gobernante. Sociedad donde razones, intereses y valores se hallen en equilibrio y sea la tolerancia un actitud
esencial. Sin embargo, la convivencia en
tolerancia en modo alguno significará la aceptación de actitudes intolerantes
en su seno. Permitirlo implicaría la
destrucción de esa democracia que, paradójicamente, apoya su fuerza en la
tolerancia. Jamás podría haber tolerancia para
quienes, una vez a cargo de los destinos de su sociedad, utilizarán su poder
para erradicar toda forma de disenso.
La
democracia es mucho más que un sistema político. Es
una visión de mundo, una forma de entender la vida. Significa comprender la
convivencia de los hombres en función
a lo asociativo, lo integrador, lo solidario, lo justo. En lo individual, ella se alimenta de la autonomía de cada persona; en
lo colectivo, en la protección a la vida de todos y en el respeto a la dignidad
de todos. Solo la democracia reconoce igualdad en los seres humanos y acepta la reunión de las
diferencias sin limitar la expresión de las ideas.
Nunca el credo democrático ha sido mejor definido que en
la remota Oración fúnebre pronunciada
por el gran estadista ateniense Pericles: “Nuestras leyes ofrecen una justicia
equitativa a todos los hombres por igual, en sus querellas privadas, pero esto
no significa que sean pasados por alto los derechos del mérito. Cuando un
ciudadano se distingue por su valía, entonces se lo prefiere para las tareas
públicas, no a manera de privilegio, sino de reconocimiento de sus virtudes … A
todos se nos ha enseñado a respetar a los magistrados y a las leyes y a no
olvidar nunca que debemos proteger a los débiles. Y también se nos enseña a
observar aquellas leyes no escritas cuya sanción solo reside en el sentimiento
universal de lo que es justo... Creemos que la felicidad es el fruto de la
libertad y la libertad el del valor…”
En suma: la democracia es un antiquísimo proyecto de
convivencia sustentado en la fe en la razón y en el humanismo, y apoyado en el
sentido común.
¿Su irremplazable propuesta? Son los seres humanos, los
ciudadanos, quienes crean las leyes, y, por lo tanto, quienes pueden cambiarlas.
Temporalidad del poder: la potestad de deponer a los
gobernantes cuando no lo hacen bien o cuando comienzan a hacerlo francamente
mal es el signo natural de toda democracia. Ésta se asienta sobre el principio
de que el poder nunca es absoluto y que siempre será preciso dudar de él. La visión de que es posible deshacerse de los malos
gobiernos a través de elecciones periódicas hace de toda democracia -sin importar
que tan imperfecta pueda ser- un sistema mil veces preferible a cualquier otra
forma de gobierno.
En democracia cada ciudadano tiene derecho a voto y es libre y
autónomo a la hora de ejercer ese derecho y en su decisión sobre como lo emplea.
Cada voto individual vale lo mismo, lo cual implica la imperiosa necesidad de educar
éticamente a la ciudadanía. Educarla, como dije antes,
para enseñarle a convivir en un ambiente de tolerancia y armonía en el que sean
valores esenciales la libertad, la justicia, la solidaridad, la inclusión y el
respeto a la dignidad.
El mayor peligro que acecha a cualquier
democracia será siempre la falta de educación de quien es llamada naturalmente a
fortalecerla: la población toda; reunión de grupos humanos muy diversos,
conjunto de seres eventualmente amenazados por diversas tentaciones y peligros:
las promesas demagógicas de algún vesánico gritón, chirriantes ideologías propugnadoras
de sumisas obediencias, ultranacionalistas visiones de encierro… En el caso de
la actual tragedia venezolana, todos esos peligros se vieron reforzados,
además, por el encandilamiento -inexplicablemente sufrido por demasiadas
personas y por demasiado tiempo- ante el vocerío y las muecas de un interminable
gesticulador.