viernes, 1 de febrero de 2019

CONOCIMIENTO, CONVIVENCIA Y DEMOCRACIA (REFLEXIONES SOBRE EL CASO VENEZUELA)


¿Cuál es el sentido del conocimiento? Se me ocurre una muy válida respuesta: ayudarnos a los hombres a alcanzar una mejor vida, permitirnos definir esos valores que nos interpretan y definen. Vivir mejor como individuos, pero, igualmente, vivir mejor dentro de ese espacio social que compartimos con muchos otros.
Individualmente somos. Individualmente aprovechamos aprendizajes, nos afirmamos en ciertos propósitos, nos acercamos –tratamos de hacerlo- a nuestra imagen de felicidad. Individualidad necesaria; pero, igualmente, sociabilidad necesaria. Toda definición de lo singularmente propio pasa por la relación entre el yo y los otros. Nuestra autonomía se nutre, también, de nuestra dependencia. Crecimiento en lo individual y, a la vez, necesario crecimiento junto a esa comunidad a la cual pertenecemos.
En su libro fundamental, Educación para la democracia, John Dewey señala cómo el conocimiento permite, sobre todo, la posibilidad de mejorar nuestra propia existencia y nuestra convivencia. A mayor conocimiento mayor humanidad; humanización convertida en posibilidad únicamente en democracia; dentro de espacios políticos apoyados en la tolerancia, el pluralismo, el respeto a la justicia y a la dignidad individual; sustentados sobre una ética que nunca podrá aceptar que el fin justifique los medios.
La única sociedad que, como seres humanos, precisamos y merecemos, será ésa donde lo que cuente sea el desarrollo del potencial de cada individuo convertido en punto de partida para beneficio de todos. Ésa que existe por y para las personas que la conforman y en la cual sus miembros nunca se vean obligados a regirse por dogmas ideológicos o los caprichos de algún gobernante. Sociedad donde razones, intereses y valores se hallen en equilibrio y sea la tolerancia un actitud esencial. Sin embargo, la convivencia en tolerancia en modo alguno significará la aceptación de actitudes intolerantes en su seno. Permitirlo implicaría la destrucción de esa democracia que, paradójicamente, apoya su fuerza en la tolerancia. Jamás podría haber tolerancia para quienes, una vez a cargo de los destinos de su sociedad, utilizarán su poder para erradicar toda forma de disenso.
La democracia es mucho más que un sistema político. Es una visión de mundo, una forma de entender la vida. Significa comprender la convivencia de los hombres en función a lo asociativo, lo integrador, lo solidario, lo justo. En lo individual, ella se alimenta de la autonomía de cada persona; en lo colectivo, en la protección a la vida de todos y en el respeto a la dignidad de todos. Solo la democracia reconoce igualdad en los seres humanos y acepta la reunión de las diferencias sin limitar la expresión de las ideas.
Nunca el credo democrático ha sido mejor definido que en la remota Oración fúnebre pronunciada por el gran estadista ateniense Pericles: “Nuestras leyes ofrecen una justicia equitativa a todos los hombres por igual, en sus querellas privadas, pero esto no significa que sean pasados por alto los derechos del mérito. Cuando un ciudadano se distingue por su valía, entonces se lo prefiere para las tareas públicas, no a manera de privilegio, sino de reconocimiento de sus virtudes … A todos se nos ha enseñado a respetar a los magistrados y a las leyes y a no olvidar nunca que debemos proteger a los débiles. Y también se nos enseña a observar aquellas leyes no escritas cuya sanción solo reside en el sentimiento universal de lo que es justo... Creemos que la felicidad es el fruto de la libertad y la libertad el del valor…”
En suma: la democracia es un antiquísimo proyecto de convivencia sustentado en la fe en la razón y en el humanismo, y apoyado en el sentido común. ¿Su irremplazable propuesta? Son los seres humanos, los ciudadanos, quienes crean las leyes, y, por lo tanto, quienes pueden cambiarlas.
Temporalidad del poder: la potestad de deponer a los gobernantes cuando no lo hacen bien o cuando comienzan a hacerlo francamente mal es el signo natural de toda democracia. Ésta se asienta sobre el principio de que el poder nunca es absoluto y que siempre será preciso dudar de él. La visión de que es posible deshacerse de los malos gobiernos a través de elecciones periódicas hace de toda democracia -sin importar que tan imperfecta pueda ser- un sistema mil veces preferible a cualquier otra forma de gobierno.
En democracia cada ciudadano tiene derecho a voto y es libre y autónomo a la hora de ejercer ese derecho y en su decisión sobre como lo emplea. Cada voto individual vale lo mismo, lo cual implica la imperiosa necesidad de educar éticamente a la ciudadanía. Educarla, como dije antes, para enseñarle a convivir en un ambiente de tolerancia y armonía en el que sean valores esenciales la libertad, la justicia, la solidaridad, la inclusión y el respeto a la dignidad.
El mayor peligro que acecha a cualquier democracia será siempre la falta de educación de quien es llamada naturalmente a fortalecerla: la población toda; reunión de grupos humanos muy diversos, conjunto de seres eventualmente amenazados por diversas tentaciones y peligros: las promesas demagógicas de algún vesánico gritón, chirriantes ideologías propugnadoras de sumisas obediencias, ultranacionalistas visiones de encierro… En el caso de la actual tragedia venezolana, todos esos peligros se vieron reforzados, además, por el encandilamiento -inexplicablemente sufrido por demasiadas personas y por demasiado tiempo- ante el vocerío y las muecas de un interminable gesticulador.