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Acercamiento:
aproximación a las cosas desde una perspectiva propia: desde una manera nuestra,
personal, de distinguir, ver, entender, recordar, desear… Hoy, en la Venezuela
de este año 2018, evocar a Rómulo Gallegos, acercarnos a él, es una forma de pensar
esa historia venezolana que hubiese debido ser, de esa historia que venezolanos
como Rómulo Gallegos esperaron que fuese.
Gallegos comienza
a escribir en el año de 1909. Junto a un grupo de amigos -Julio
Planchart, Salustio González, Julio Rosales y Enrique Soublette- funda una
revista: La Alborada. En ella escribe una serie de
artículos relacionados, principalmente, con dos temas: la necesaria formación
política del pueblo venezolano y la educación posibilitadora de esa formación.
Un año después, Gallegos
publica una serie de cuentos, en su mayoría en la célebre revista El cojo ilustrado. Haré aquí referencia
a dos de ellos: “La rebelión” y “Los aventureros”. En ambos el tema es similar:
la relación entre un individuo culto y educado y otro primitivo y bárbaro. Los
dos relatos desarrollan y finalizan su trama de igual manera: dependientes ambos
personajes el uno del otro, a la larga, predominará la fuerza primitiva del
bárbaro, quien impone su signo de barbarie por sobre la cultura y superior
educación del otro.
Era una visión que todo tenía que ver con el referente
nacional. Por casi un siglo, desde el fin de la Guerra de Independencia, había
predominado en Venezuela la figura del militar afortunado; del arrojado protagonista
en los campos de batalla e impuesto por las circunstancias como el nuevo dueño
del país. Para siempre rezagados, los viejos grupos dominantes del pasado
colonial, los mantuanos, apenas sobreviven a la sombra del todopoderoso reciente
caudillo, convertidos en sus áulicos aduladores. Los escasísimos intentos
civilistas, como el de José María Vargas parecían destinados a fracasar en
Venezuela.
La novelística venezolana de finales del siglo XIX y
comienzos del XX reitera una y otra vez el mismo panorama: la humillación de las
viejas clases aristocráticas desplazadas por el caudillo y sus inmediatos
allegados: absolutos beneficiarios de cargos públicos y saqueadores de los
escasos bienes de la nación. Todo un
pueblo de Miguel Eduardo Pardo, Idolos
rotos y Sangre patricia de Manuel
Díaz Rodríguez, El cabito de Pío Gil,
Vidas oscuras de José Rafael
Pocaterra (así como su muy célebre Memorias
de un venezolano en la decadencia), El
hombre de hierro y El hombre de oro
de Rufino Blanco Fombona... En todas ellas, las viejas clases educadas apenas
sobreviven; mientras el pueblo llano, por su parte, pareciera absolutamente incapacitado
para superarse…
Una novela es, por sobre todo, la construcción de una
atmósfera, de un universo donde personajes, trama y escenarios están relacionados en la propia mirada
y en la intención del autor. Gallegos,
hijo de su tiempo, recrea en sus cuentos y en su primera novela, Reinaldo Solar (1920, escrita en 1913) parecidas
premisas -todo está mal en Venezuela- y parecidas conclusiones -pareciéramos
condenados a no salir nunca de este marasmo. Sin embargo, introduce una importante
variante: sí, el bárbaro, el hombre de presa es más fuerte y domina el
escenario social, pero no necesariamente por la debilidad de los grupos
antiguamente dominantes, por su flaqueza o incapacidad, sino a causa de una falta
de ética y la ausencia de ideales de todo el pueblo venezolano en general. De
esta manera, la escritura de Gallegos no solo condena, también propone. Apuesta
por una necesidad de inculcar ideales, de formar ciudadanos a través de la
educación, de establecer espacios de convivencia democrática... En suma: solo la
ética, los valores y los principios lograrán vencer a la barbarie y sus
secuelas.
En Reinaldo Solar, su protagonista, un joven heredero de las antiguas clases patricias, está
lleno de entusiasmo por transformar al país, por enrumbarlo hacia un necesario
progreso; pero -y es un inmenso pero- carece de lo más esencial: constancia,
tesón, empeño. Su entusiasmo está condenado a ser desperdicio y, a la larga,
rotundo fracaso. La segunda novela de Gallegos, La trepadora (1925), señala un cambio importante: su desenlace es
optimisma. Sobre esto, el propio autor escribe en una carta al poeta Fernando
Paz Castillo: “Este asunto ha sido
para mí, objeto de un cariño especial: es mi primer libro optimista y estoy
satisfecho de haberle dado este carácter: lo reclamaba, además, la naturaleza
de las cosas: La trepadora es ansia
de mejoramiento y, por lo tanto, implica confianza en el porvenir. Hasta ahora
nuestra historia ha sido amarga y desesperanzada, pero creo que ya es tiempo de
amar y confiar un poco. El hábito pesimista me llevó a darle al boceto de esta
novela una solución trágica (...) mas por sobre mi voluntad consciente, la
trama del asunto y el determinismo de los caracteres tendieron ellos solos,
puede decirse, a la solución optimista”.
En mi tesis
doctoral, escrita hace ya bastantes años, Rómulo
Gallegos: la realidad, la ficción, el símbolo, destaqué la coincidencia de
estas intenciones esperanzadoras de Gallegos con la conclusión de otra novela
no “condenatoria” de la época: En este
país de Luis Manuel Urbaneja Achelpohl. Dije entonces: “En este país inicia un rumbo nuevo en
los temas y perspectivas que la literatura criollista había venido
desarrollando en Venezuela. Plantea las cosas de otra manera. Invierte viejos
argumentos. En ella se comienza por establecer el valor de lo autóctono: un
primer paso en la propuesta de que los venezolanos debíamos comenzar a
aceptarnos en lo que éramos; descubrirnos más a nosotros mismos en nuestros
signos y en la peculiaridad de nuestros itinerarios.”
Para Urbaneja A., la historia venezolana es el itinerario construido
por los propios venezolanos, y el caudillismo una secuela “natural” de ese itinerario. Algo así como el acatamiento de la barbarie en la esperanza de que de ella
pueda, a la larga, surgir algo positivo para Venezuela (idea ésta ampliamente
vociferada por algunos de los intelectuales que apoyaron la dictadura de Juan
Vicente Gómez, sosteniendo la tesis de un “gendarme necesario” encargado de
salvaguardar la paz y el orden nacionales). Es ésta la gran diferencia
entre la “aceptación” propuesta por En este país y la mirada que venía
anunciándose en Gallegos, quien jamás aceptará un desenlace positivo para la
barbarie. Para Gallegos es del todo inadmisible el culto al héroe, la
mitificación del guerrero, la aceptación del “hombre de presa” como una secuela
de nuestra historia nacional.
Lo que sí acepta Gallegos,
como legado de nuestro itinerario histórico, es el individualismo, la
posibilidad de que obras individuales realizadas por seres humanos en su
particular espacio, en la constancia y compromiso de sus principios y en el
apoyo de una ética, sean la válida respuesta ante un medio en el que demasiadas
cosas -respeto a la ley, costumbres, tradiciones, instituciones públicas- están
ausentes. Como había escrito él mismo en su artículo “Necesidad de valores
culturales” (1912): “En este país donde no existen conciencia ni
voluntad colectivas, todo lo ha realizado la acción individual señera y
desembozadamente".
Después de La
trepadora será, en el año 1929, el turno de Doña Bárbara: inicio de un nuevo itinerario; o, quizá, de ese
desenlace que venía aunciándose desde un tiempo atrás. El símbolo novelesco encarnará
ahora en la imagen de Santos Luzardo: personaje venido de la ciudad e inmerso
en la agreste realidad del llano, logra derrotar a la barbarie no solo por su
mayor cultura o educación, sino por su voluntad individual, por su ética asentada
en el idealismo y la perseverancia.
Como todo verdadero
creador, Gallegos siente, sabe, que su trabajo precisa de un destino. Su arte
le pertenece, claro, pertenece a su propia historia personal. Él escribe porque
ama hacerlo; pero, además y sobre todo, escribe para… En su caso: ilustrar un ideal
de país, un proyecto de nación; convertir su obra en espacio de comunicación
donde muchos venezolanos puedan comulgar con sus verdades conquistadas, con sus
más profundos anhelos personales. Gallegos sueña con un mejor país; y su
sensibilidad, su inteligencia y su imaginación apuestan por una opción
civilista que signifique la erradicación definitiva de caudillos protagonistas
de una historia degradada en nepotismo, arbitrariedad y desenfrenada
codicia. Sueña Gallegos con el fin
de la pesadilla del caudillismo, con la conclusión del culto al héroe, con la
desaparición de una indeclinable espera nacional por seres providenciales destinados
a encarnar la historia del país…
Y en las aulas
del viejo Liceo Caracas, Gallegos había compartido esos sueños suyos con ciertos
alumnos: Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, Jóvito Villalba, Luis Beltrán Prieto
Figueroa… Protagonistas todos ellos de buena parte de la vida política
venezolana del siglo XX; dignos responsables de más de cuarenta años de la genuina,
de la auténtica democracia que logró vivir Venezuela entre 1958 y 1999.
Recordar hoy, en
el año 2018, al maestro Rómulo Gallegos, es recordar lo mejor de nuestra
cultura nacional. Es evocar la voluntad civilista, la pasión democrática, la
vocación genuinamente republicana y algunos de los más nobles y dignos gestos de
un personaje carente de proclamas, arengas, vociferaciones altisonantes y
enfáticos delirios, dueño solo de la trascendente belleza de su voz y la
contundencia de su visión patriótica. Es recordar a un inspirador de ideales de
genuina convivencia democrática rigiendo, al fin, los destinos de nuestra
dolida Venezuela.