martes, 6 de diciembre de 2016

REÍR: UNA EXPRESIÓN DE LIBERTAD

Reír es el gesto natural que logra apartarnos –así sea por muy breves momentos- de realidades incomprensibles o desagradables.
La risa crece y echa a volar con fácil espontaneidad. La risa es contagiosa: reímos con la risa de otros; también es invasora: rápidamente se extiende a todos los espacios hasta hacerse carcajada colectiva. Puede ser eficaz recurso contra lo grotesco o lo inadmisible; cuanto más insostenibles los argumentos, más inservibles las comprensiones o inútiles las razones, la carcajada, la hilaridad refutan razones, conjuran temores.
Asociamos reír con libertad. Reímos porque somos libres de hacerlo. Reímos de lo que nos desconcierta; eventualmente, también, de eso que muchos otros creen y somos incapaces de compartir.
Recuerdo dos referencias literarias en torno a la risa. La primera, la muy conocida novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa. En su trama se cuenta como el padre Jorge, bibliotecario de un monasterio medieval, asesina a todos aquéllos que tuvieron contacto con cierto legendario manuscrito de Aristóteles que trataba sobre el tema de la risa. La convicción del sacerdote, idéntica a la de la Iglesia de ese entonces, es que la risa es muy peligrosa porque desmitifica y distorsiona. Introduce la sedición y la blasfemia.  Profana lo sagrado y verdadero.
La segunda referencia pertenece a Mikhail Bakhtine, quien en su libro Estética y teoría de la novela, dice admirar a Rabelais y a Cervantes por haber recuperado un saber característico del mundo antiguo. Reír y hacer reír fue lo que hicieron autores como Aristófanes o Petronio. Sin embargo, la risa pareció alejarse de la Europa de la Edad Media. Cito a Bakhtine: “Después de la caída del mundo antiguo, Europa no conoció la magia del reír: la risa no fue jamás contaminada por el burocratismo corriente, por el espíritu oficial necrosado. La risa permanecía fuera de la mentira oficial. Sólo la risa logró escapar a la contaminación de la mentira”.
Espíritus necrosados o necrosamiento del espíritu por culpa del poder, de la autoridad: la risa puede ser un muy sano conjuro contra ellos.
Con su escritura, el novelista checo Milan Kundera ha ejercido eso que él mismo llama la “sabiduría de la novela”. ¿En qué consiste? El propio Kundera responde acudiendo a un viejo proverbio judío: “El hombre piensa, Dios ríe”. La risa de Dios supera las acciones y pensamientos de los hombres; pero, sobre todo, supera sus consignas, sus lemas, sus ideologías.
Kundera dice que escribir supone para él dibujar “metáforas pensantes”. También ha dicho que nuestro mundo moderno es una trampa para el ser humano. Desde esa convicción, ha interrogado a Kafka: ¿Qué posibilidades tiene el hombre en un mundo kafkiano? El mismo Kundera se responde: “Kafka no desveló tal o cual organización social, sino una situación existencial del hombre que vive en el mundo moderno.
Para el ser humano solo es posible vivir en un mundo sustentado sobre ciertos valores. La literatura -el arte- es una manera de representar esos valores que trascienden sistemas de pensamiento, creencias y, desde luego, ideologías. Entre la razón realmente humana y las ideologías media la infinita distancia de las vivencias, de las emociones, de las memorias individuales. El arte es experiencia humana convertida en imagen.
Hace años, Imre Kertsz, escritor húngaro, galardonado con el Premio Nóbel de Literatura del año 2002, y sobreviviente de los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald, dio una conferencia que tituló “El intelectual superfluo”. En ella estableció una radical oposición entre experiencia de vida e ideología. Aquélla, dice, perturbará siempre al ideólogo, ese ese ser incapaz de ver las cosas por sí mismo, imposibilitado también de reconocerse en la sensibilidad o en la imaginación.
Mientras el artista siente y sabe que la libertad lo es todo para él, el ideólogo tiene miedo a la libertad. Ella lo confronta consigo mismo, le muestra demasiado descarnada su imagen en el espejo de la vida.
Cuando ya no pudo seguir viviendo en su país, Kundera se exiló. Le resultaba imposible obedecer a irrefutables preceptos, claudicar ante agobiantes principios. ¿Su respuesta? Territorializarse en su escritura, escribir aferrado a su autenticidad y rebeldía.
Rebeldía: sustento de una ética que asigna significados a la diferencia esencial de todo individuo. Si éste posee la madurez suficiente para apartarse de las limitaciones de sus caprichos y laberintos, acaso logre descubrir en su rebelión la fuerza para construir metas que supo diseñar por sí mismo. Rebelarse en modo alguno constituye un acto relacionado con resentimiento o nihilismo. Tiene que ver con algo mucho más sencillo y honesto: aceptar eso que nunca podríamos dejar de ser.

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La rebeldía literaria de Kundera se apoya frecuentemente en la oposición entre una desmemoria  histórica de Estados y burocracias y una memoria humana individual que ha vivido y ha descubierto verdades esenciales en la vida. “El Estado es el olvido”, dice Kundera en su libro Los hacedores de mapas. Frente a ese olvido, la memoria del escritor puede servirle a éste para evocar la historia que lo envuelve; historia personal que desconfía y duda de cultos colectivos; historia de una persona capaz de apoyarse en sí misma y entenderse y llegar a aprobarse éticamente en medio de los vaivenes y confusiones de su tiempo.