La historia puede darnos explicaciones sobre el presente;
ayudarnos a entenderlo mejor, también alentarnos a corregirlo. Interpretar el
ahora desde la óptica del pasado acaso sea insuficiente pero nunca resultará
ser una aventura infructuosa.
En la situación actual de Venezuela, donde una Asamblea Nacional, libremente
elegida por la inmensa mayoría del pueblo, aparece enfrentada a la
discrecionalidad de un impopular presidente apoyado por un Consejo Nacional Electoral y un Tribunal
Supremo de Justicia, encargados de acatar lo que en modo alguno se debería
acatar y dictaminando decisiones absurdas destinadas
a complacer la voluntad del jefe máximo, convendría recordar algunas anécdotas del
tiempo primero de nuestra historia venezolana.
Durante los siglos coloniales, tres poderes públicos se
enfrentaron frecuentemente en la provincia de Venezuela: obispado, gobernación
y cabildo. Tres poderes: cada uno de ellos feroz defensor de sus competencias. El gobernador español, en nombre del Rey,
predominaba, en principio, por sobre los amos locales que legislaban desde el
ayuntamiento. Sin embargo, en la realidad de los hechos, éstos imponían frecuentemente
su visión, más cercana a la realidad de la región.
De un lado, pues, la actitud del funcionario real: mentalidad de
paso, altanero ademán del administrador que cuenta con el poder político y lo
ejerce. Del otro lado, la visión de los amos locales: más inmediata y
pragmática. El mantuanaje criollo se siente y se sabe representante natural de la
provincia. Frecuentemente existe una auténtica y válida comunicación entre él y
el pueblo. En diversas actas que recogen sesiones de cabildos aparece, desde
finales del siglo XVII, el expresivo calificativo con el que se nombran a sí mismos
sus integrantes: “Padres de la Patria”. Desde el ayuntamiento, alcaldes y
regidores toman las decisiones que atañen a la vida de Venezuela; y, en
ocasiones, todo el pueblo es quien participa directamente en esas decisiones, a
través de los llamados Cabildos Abiertos.
En el caso venezolano, además, el Ayuntamiento gozaba de una
potestad inusual dentro del Imperio Español. Por Real Cédula, Felipe II había
otorgado al capitán y conquistador Sancho Briceño, uno de los fundadores de la
ciudad de Trujillo, un atributo muy especial: los alcaldes ordinarios podrían
ejercer interinamente la gobernación de la región en caso de muerte de los
gobernadores regulares. El privilegio era importante: significaba la
cristalización de un anhelo de autonomía frente a la intromisión peninsular.
Sancho Briceño fue, incluso, más allá: llegó a pedir a Felipe II que, dada la
pobreza de Venezuela, bastase para su gobierno sólo con los alcaldes
ordinarios; es decir: que no se enviase desde España Gobernador alguno. Para
esa solicitud ya no hubo respuesta real. Sin duda el monarca la consideró
excesiva.
Gobernadores que pretenden ignorar la autoridad de los cabildos, miembros
del cabildo que se niegan a aceptar los abusos de los Gobernadores: en ese
enfrentamiento puede leerse mucho del itinerario político de tres siglos de
historia venezolana, como da clara cuenta de ello un sacerdote venezolano: Blas José Terrero (1735-1802). Cronista
franciscano, Terrero, con lujo de detalles, describe en su libro: Teatro de Venezuela y Caracas la vida política venezolana de
entonces. En un determinado momento narra cierta pugna surgida entre los alcaldes
del cabildo caraqueño, de un lado; y el Gobernador y el Obispo, del otro.
Terrero inclina sus simpatías hacia los
representantes de la Corona. A los alcaldes criollos los acusa de ejercer un “mulatismo
fermentado”, capaz de “cometer desacatos tan horribles como sacrílegos”. Aunque
también criollo, Terrero es defensor de la autoridad real y violento acusador
de los miembros del ayuntamiento. Su indignación se extrema al referir como el
cabildo caraqueño logró deponer de su cargo al Gobernador: “Altérase el cabildo
(...) y valiéndose los alcaldes de aquella despótica facultad que se habían
atribuido por la cédula de 18 de setiembre de 1676, deponen al Gobernador de su
empleo y resumen en sí la autoridad, para proceder con más desembarazo a la
ejecución indiscreta de sus mentecatos designios.”
Personalmente, en las páginas de Terrero distingo una imagen por
demás extraña a la historia venezolana: un Cabildo -fuerza colectiva de los pobladores de una
sociedad, o de la voluntad de esos pobladores- enfrentado a un Gobernador –potestad individual-;
y destituyéndolo. Para los venezolanos una referencia; o mucho mejor: un
ejemplo. Valioso ejemplo que hubiésemos debido imitar más a menudo. No hacerlo
nos arrastró a uno de nuestros mayores errores políticos: acostumbrarnos
demasiado a muy débiles instituciones y a muy poderosos jefes.
Un poder municipal derrotando al despotismo: siento que esa vieja
imagen que nos retrata el sacerdote Terrero en su Teatro de Venezuela y Caracas, podría, hoy por hoy, inspirar a un
país decidido a plegarse menos al capricho de un jefe y a la adulación de sus
cofrades. Un país decidido a devolver el protagonismo necesario a instituciones
capaces de encarnar una voluntad democrática que, acaso, venga de muy antiguo
en Venezuela: se remonta a los viejos días coloniales, tan denostados o
ignorados por una historia oficial por demás indiferente a cuanto no sea el
recuerdo consagrado de la Independencia.