La desconfianza hacia los absolutos pareciera muy
vieja en nuestra cultura occidental. Ya en sus Confesiones, San Agustín
recomendaba a los hombres no perderse en la indescifrable vastedad de los
afueras sino orientarse sobre todo en su propio mundo interior. Muchos siglos
después, Miguel de Montaigne descreyó de los absolutos. En sus Ensayos propuso mirar y entender siempre
desde la propia experiencia y la propia ética; y, desde ellas, hallar
respuestas a sus principales preguntas. Así, afirmó alguna vez haber escrito
toda su obra desde una sabiduría “del repliegue”. Una sabiduría del tiento, de
la mesura, de la interminable incertidumbre. Fue, en fin, un pensador moderno
que supo mostrar que la razón estaba para ayudar a los hombres a entender y
entenderse a sí mismos. Una y otra vez, regresó Montaigne al viejo dicho de
Protágoras: “el hombre es la medida de todas las cosas”; lo que, en modo
alguno, suponía afirmar que el hombre fuese el centro de todo; sino, más bien,
destacar que mientras el destino humano había reposado en la voluntad de un
Dios todopoderoso e inalcanzable, sus grandes preguntas sólo podían ser
respondidas por ese Dios; pero cuando las preguntas pasaron a pertenecernos a
los hombres, entonces tocó a ellos mismos responderlas. Y tal vez allí comenzó
la percepción humana de una nueva vulnerabilidad: moderna, emparentada a
sentimientos de soledad emparentados a la ausencia los dioses o a la
desaparición de Dios.