Irma, la mujer que es mi mujer, desde hace ya bastante tiempo se
esfuerza por comunicar, a través de una serie de talleres ideados por ella, un
principio a todas luces indiscutible: ninguna forma de conocimiento, ninguna
instrucción –si fuese entendida como educación, como formación en el sentido más
estricto del término- podría ser ajena a
la transmisión de valores éticos que enriquezcan a quien se educa, como persona,
como ser humano. El conocimiento, más allá de su sentido naturalmente práctico,
deberá siempre apoyarse en un soporte moral. Es una idea que, como
profesor universitario, me ha acompañado
desde hace bastante tiempo. Constantemente digo a mis estudiantes que ninguna
universidad –al menos las merecedoras de tal nombre- debería dejar de lado, el significado ético del saber.
En una de las “Lecciones inaugurales” con que, año tras año, Ernesto
Mayz Vallenilla, rector fundador de la Universidad Simón Bolívar, iniciaba cada
nuevo curso académico, leemos: “Si bien la educación puede considerarse como un
proceso eminentemente intelectual, no es menos cierto que existe otro aspecto
imprescindible y esencial de todo acto genuinamente educativo: la formación
ética que supone el mismo.” Formación
ética: el estudiante que se está formando profesionalmente no podría
desprenderse de los valores que lo afirman como individuo, como persona. Lo he
repetido muchas veces en el aula de clase: no concibo un buen profesional que
sea una miseria humana, ni tampoco un buen profesional que sea un completo ignorante
de cuanto no se relacione con su área de especialización.
El saber y la curiosidad, son multiplicantes, crecen con el ser
humano añadiendo siempre para él nuevas interrogantes, nuevas preguntas que precisan
ser respondidas. La preparación profesional, la erudición práctica que acompaña
la natural necesidad de sumar conocimientos, resulta más provechosamente humana
apoyada en valores que la afirmen, la hagan trascender, la humanicen.
Convertir la información en instrucción, la instrucción en conocimiento
y el conocimiento en sabiduría de vida; dignificar la enseñanza transmitiendo
con ella valores centrales como la autenticidad, la responsabilidad, el compromiso,
la honestidad; extraer de las propias vivencias de quien enseña inquietudes,
respuestas, verdades... Enseñar será siempre para todo genuino maestro, un
enseñar para la vida, para avanzar en el camino de la vida ayudando a otros a
descubrir en él metas definitivas como son la ética, la responsabilidad social,
la plenitud individual, la siempre etérea e inasible felicidad…