La educación es
el sustento esencial de todas las democracias. Sin ciudadanos educados en la
convicción del diálogo y la tolerancia, familiarizados con la separación necesaria
de los poderes públicos y en la aceptable alternabilidad de las opciones es
imposible que exista cualquier forma de convivencia democrática. Se trata de acostumbrar
a los ciudadanos a la idea de la posibilidad de la derrota; e, igualmente, aceptar
que los otros, los adversarios, son interlocutores con pleno derecho a existir;
que la derrota del otro no implica su aniquilación y que capitulaciones y victorias
son siempre resultados posibles. El diálogo democrático precisa de
la eventual oposición de pareceres, creencias, convicciones. Es absurdo que un
sistema de gobierno se diga democrático mientras se apoya en la aplastante
imposición de ciertas visiones sobre las visiones de todos los otros.
Perversión de mayorías eventualmente precarias o muy precarias proponiéndose
aplastar cualquier forma de disenso.
“La historia
enseña que hay que apostar por lo improbable”, dijo alguna vez Edgar Morin. Tras
cuarenta años de democracia, Chávez encarnó la imagen misma de lo improbable;
lo inverosímil hecho realidad. ¿Qué lo hizo posible? No se puede responder esta
pregunta sin hacer un poco de memoria. Los cuarenta años de democracia
anteriores a él no nos habían preparado a muchos venezolanos para entenderlo.
Y, sin embargo, es claro que esos mismos años, y muy especialmente la década
anterior a la elección que le dio por primera vez el triunfo en las urnas, lo
predecían.
Un país de muy abundantes
recursos petroleros pero con una riqueza muy mal distribuida, una dirigencia
política percibida como corrupta o ineficaz, unos tradicionales partidos
políticos cada vez más alejados de ese pueblo al que se debían y decían
defender… Ésa fue la realidad en la que surgió el chavismo: respuesta colectiva
a la exclusión, a la indiferencia, a la marginalidad en medio de la abundancia.
La respuesta a mucho
descontento se reveló crudamente los días 27 y 28 de febrero del año 1989, poco
después del triunfo electoral de Carlos Andrés Pérez para un segundo mandato.
Entonces, miles de venezolanos se lanzaron a las calles en una acción de
protesta. Fue el primer campanazo: el tejido social venezolano era mucho más
frágil de lo que se suponía. Y una de las secuelas de esa fragilidad fue la
fracasada intentona golpista del entonces teniente coronel Hugo Chávez Frías en
febrero de 1992.
La desconfianza
de Venezuela hacia leyes e instituciones fundamentales se remonta a los
orígenes de nuestra historia y ha significado el protagonismo e idealización
hasta extremos del todo irracionales de individualidades a las que todo se
apuesta, y a la fe ciega en las promesas que esas figuras pudiesen ofrecer… Los
venezolanos hemos conocido muy bien la respuesta del hombre providencial empeñado
en rehacer el tiempo histórico. Un fenómeno que alcanzaría, con Chávez, niveles
que rozaban lo delirante. Su manipulación más exitosa fue haber acercado el emblemático
rostro del siempre postergado Juan Bimba a la potestad de las banderas, himnos
y armas de un ejército convertido en redentor de todos los Juan Bimbas del
país. El ejército se convertía en el garante de la justicia social; más aún: en
el gestor de un nuevo orden donde las barreras de clase, según se anunciaba,
terminarían por desvanecerse.
Otra exitosa manipulación
del chavismo fue extremar el viejo culto a Bolívar adornado ahora con nuevos
aditamentos; por ejemplo, insistir constantemente -sin que ello significase
menoscabar la memoria del Libertador- que Bolívar había dejado inconclusa su obra;
y que si bien era cierto que había liberado medio continente, también lo era
que eso no había significado ni la unión de las naciones que componían la
antigua América Española, ni la estabilidad política, económica o social en
ninguna de ellas. La versión del chavismo fue mostrarse como continuador de la obra
de Bolívar: lo que éste había dejado inconcluso lo terminaría Chávez con su
revolución.
El tradicional
discurso que enaltecía lo militar como natural depositario de las glorias de la
Emancipación, generalmente asociado a una ortodoxia derechista, se vinculaba,
en la verborrea chavista, a expresiones de muy ambiguas resonancias marxistas,
siempre acompañadas por el empeño de Chávez en sustentarse sobre una plataforma
ideológica que jamás fue muy clara. Definitivamente los venezolanos nunca
entendimos muy bien el llamado “socialismo del siglo XXI”. Entendimos, eso sí,
la interminable presencia del rostro de Chávez: de su voz, de sus gestos, de
sus ademanes y rictus constantemente presentes en todos y cada uno de los
instantes de la vida nacional.
Nunca, a todo
de lo largo de nuestro siglo XX, los protagonistas de la modernidad política venezolana,
con Rómulo Betancourt a la cabeza, lograron que lo ideológico impregnase
genuinamente creencias, ofertas y convicciones. Desde siempre el pueblo se acostumbró
a seguir líderes que, mucho más que representantes de una determinada ideología
política, eran caudillos personalistas apoyados en la eficacia de estructuras
partidistas. En lo que sí había coincidido la dirigencia política venezolana a
todo lo largo de la historia nacional, fue en su propósito por acercarse a la
figura de Simón Bolívar. Esfuerzo que en el caso de Chávez llegó a espectáculos
como el del gabinete ministerial en pleno tocando, en macabro ritual de extraña
devoción, los huesos de Bolívar exhumados de su tumba del panteón nacional,
mientras las cámaras de televisión transmitían ese acto por cadena nacional. Como
colofón final del proceso, se procedió a recomponer, según el diseño de una
computadora, lo que supuestamente debía haber sido el genuino rostro del padre
de la patria. Surgió, entonces, un nuevo rostro del héroe, parecido al que
todos los venezolanos conocíamos de acuerdo a muchísimos retratos de su época,
pero ahora con algunas llamativas diferencias.
Chávez supo
manejar en su beneficio todo el poder de los medios comunicacionales. La
televisión fue su gran aliada, y eso logró convertirlo en ícono para grupos
humanos que distinguieron en él un mesías encargado de redimir a los
tradicionalmente desposeídos. Junto al extraordinario poder de la televisión
fue también el muy abundante dinero petrolero que le permitió llevar a cabo una
serie de proyectos sociales. Sobre la vieja fisonomía del caudillo hacedor de
promesas, se añadieron en Chávez todos los signos de una figura religiosa a la
cual se pedían favores y de la cual se esperaban milagros. Era el sueño de las
oportunidades posibles enfrentándose a
la realidad de las oportunidades desperdiciadas. Un sueño, sin duda, pero un
sueño que ningún futuro gobierno podrá ya olvidar. El interlocutor de todo
gobierno es su pueblo. Y ese pueblo merece ser escuchado. No existe otra razón
para el ejercicio del poder que el de la comunicación entre gobernantes y
gobernados.
No hay comunicación en el
ruido ni existe acuerdo posible en medio de las vociferaciones y las amenazas.
Sólo hay diálogo en el recurso de la palabra genuinamente expresiva y conciliadora.
Recuerdo la idea de Carlos Fuentes sobre el silencio o mutus que termina por originar la voz humana
convertida en mito. Del silencio de la incomprensión y los enfrentamientos a la
locuacidad del mito constructor, entre el silencio de la negación de la
otredad a la voz del acuerdo y la concordia… Por quince años no ha sido posible
entre los venezolanos el diálogo, por tres lustros Venezuela se ha ido haciendo
y deshaciendo en medio de la confrontación y el odio, la separación y la
ruptura.
Una cosa no
entendimos los venezolanos que considerábamos “improbable” un fenómeno como el
de Chávez: la fuerza de la esperanza de los que nada tienen, su imperiosa necesidad
de creer, su urgencia de ser tomados en cuenta. Es muy difícil escapar del
estruendo de las quimeras. Al ruido de la devoción es casi imposible oponer el
silencio de la crítica o el lúcido escepticismo. Suele vencer el ruido. En mi
libro El silencio, el ruido, la memoria
me referí al “ruidoso presente venezolano” haciendo alusión a la abundancia
petrolera y la manera como ella fue manejada hasta el llamado “Viernes Negro”
del mes de febrero del año 1983. Desde la década de los cuarenta y hasta ese
año, el ruido petrolero financió y acompañó una realidad nacional en muchos
sentidos absurda. Ese bullicio terminó hace treinta años. Diez años después ha
sido el ruido de una ensordecedora violencia de la que no es posible escapar a
causa de torpezas de las que todos fuimos culpables.
Culpable fue siempre la
falta de sensibilidad social, la injusticia, la exclusión. Culpable es, hoy,
una retórica de violencia que demasiados comparten. De la crisis en la que
actualmente nos vemos envueltos los venezolanos no podremos salir sino por
medio de acercamiento al otro: aceptarlo, entenderlo, escucharlo… No hay
coexistencia posible sino en medio de un diálogo en el que todos seamos
interlocutores. Es ésa la única posibilidad de construir un país más habitable,
más justo y conciliador, más humano.
Creo que si hay
un signo que merezca rescatarse de la historia venezolana reciente es nuestra
condición de país de encuentro; territorio receptor de gentes que llegaron
hasta él provenientes de todas partes del mundo; receptor de sus sueños, de sus
esperanzas, de su propósito de dejar atrás el pasado, de su necesidad de creer
en un porvenir más amable… Es uno de los rasgos de nuestra historia que la vida
política presente ha ignorado. Es un rostro de Venezuela que es necesario
evocar: país de acogida dispuesto a aceptar a los otros, faz de una geografía
humana en la que todos cabemos y donde todos somos necesarios.
Sobre la
reunión de una imagen que signifique mejor educación democrática, mayor respeto
a nuestras instituciones, la recuperación de ciertos signos históricos y la
inclusión de grupos tradicionalmente desoídos debería plantearse nuestro mayor
reto nacional: construir un proyecto de convivencia que nos represente y nos
acerque.
Finalizaré
repitiendo lo que escribí en las páginas finales de mi libro Caín y el laberinto: “La sociedad civil, ésa que existe desde
siglos atrás, ésa que pareció importar muy poco para las memorias oficiales,
ésa que se forjó a la sombra del tiempo colonial y protagonizó y padeció la
sangrienta violencia de la Independencia, ésa que vivió bajo un siglo XIX
plagado de caudillos y guerras y más caudillos y más guerras, ésa que llega al
siglo XX y vive los cambios del país petrolero, ésa que junto a los nuevos
partidos políticos creyó en ideales de democracia, ésa que se fue apartando de
esos partidos cuando comenzaron a fallarle, ésa que se encuentra ahora confusa
y dividida en medio de la confusión y la división nacional... En ella encarna
cierta esencial continuidad de las cosas en Venezuela, en el tiempo venezolano.
Encarna una tradición que sería el contrapeso imprescindible y necesario para
la trasnochada imagen del individualismo mesiánico como el único posible
hacedor de la historia nacional.”