El tiempo de la
modernidad pareció exacerbar algunas contradicciones. Marx dijo que a su
alrededor, “todo lo que es sólido se desvanece en el aire”. Nietzsche, por su
parte, apuntó que todas las cosas parecían impregnarse de sus contrarios. Entre
otras muchas, la modernidad extremó dos paradojas: la veneración de lo
individual dentro de un mundo saturado de muchedumbres tumultuosamente homogéneas;
y cierta obsesión por eternizar el presente, esa momentánea fugacidad condenada
a desaparecer tan pronto como es tocada.
Pertenece a la mitología
de nuestro presente valorar al extremo personajes singulares capaces de
distinguirse por alguna razón. Caben recordarse las palabras de Sören
Kierkegaard: “Si debiera pedir que se pusiese una inscripción en mi tumba, no
quisiera otra que ésta: fue el Individuo. Si esta palabra no es comprendida
todavía, lo será algún día”. Sobre el propósito de perennizar el instante, es
ya un lugar común recordar la imagen que Baudelaire describe en su texto El pintor de la vida moderna: “Este solitario dotado de una imaginación activa, viajando siempre a
través del gran desierto de los hombres, tiene un fin más elevado que el de un
simple paseante ... Se trata para él, de separar de la moda lo que pueda de
tener de poético en lo histórico, de extraer lo eterno de lo transitorio”.
Un
individuo y un instante, una acción individual capaz de extraer lo perdurable por
entre lo transitorio, de comunicar en toda su intensidad la fulgurante
expresividad de lo momentáneo.
El pintor Francis Bacon
describió lo que para él era el logro más alto de la pintura contemporánea:
“pintar el grito antes que el horror”. “Pintar el grito”: dar visibilidad a la
pasión, hacer visible lo vivible, trasladar hasta el lienzo el sentido de
cierto ahora, la realidad interior del artista haciéndose fuerza capaz de
construir signos amontonándose o desplazándose sobre el lienzo.
Alguna vez dijo Jackson
Pollock: “La pintura tiene vida propia ... Lo que pinto en mis telas no es una
imagen sino una acción”. En las pinturas de Pollock encarna, como voluntad,
como propósito, esa doble urgencia del arte moderno: aludir a un individuo y a
un instante; un ser humano capaz de establecer en cierto aquí y sobre cierto
ahora un hallazgo del cual logre surgir toda la belleza posible de lo
impredecible, de lo accidental.
En una ocasión, Pollock
respondió a la impertinente pregunta de una periodista acerca de como sabía él
cuando había llegado el momento de dar por terminada una obra: “Lo sé, de la
misma manera que sé cuando he terminado de hacer el amor”. Mientras ese
instante final llegaba, todo cuanto pudiese conducir hacia él, era legítimo.
Sin embargo había en todo esto un riesgo: el de caer una y otra vez en gestos
convertidos en interminables copias de sí mismos; peligro de la subjetividad
creadora transformada en rictus o fórmula y la inspiración rebajándose al vacío
de un banal lugar común.