El culto a lo heroico
acaso sea la principal característica de un universo castrense muy poco humano
y, por lo general, sustentado sobre la erradicación de toda forma de
individualismo. Universo saturado de uniformes y uniformidades, de estandartes
e himnos, de obediencias y consignas. Recuerdo esa extraordinaria escena de la
película de Stanley Kubrick Full metal
jacket (1987), en la que un joven recluta es forzado a los más
humillantes extremos por uno de esos sargentos a los que tan acostumbrados nos
tiene el típico anecdotario militar: rudo, brusco, agresivo, viril; perfecto
ejemplo del guerrero maduro absolutamente capaz de convertir a cualquier
soldado bisoño en futuro combatiente, infligiéndole toda clase de
humillaciones. Con extraordinaria maestría, Kubrick parodia todo esto en ese
desgarrador momento del filme cuando el humillado recluta descerraja un tiro
sobre el sargento antes de dispararse a sí mismo. Es la otra cara de los
códigos “heroicos” la que, en guiño cómplice, muestra Kubrick a los
espectadores.
Recuerdo otra película
de Kubrick: Senderos de gloria
(1957). Sobre ella, su director en una
entrevista declaró que la consideraba no una película anti-belicista
sino un manifiesto contra "la ignorancia autoritaria". Una
“ignorancia” cruel fortalecida en la manipulación de un culto a la muerte
asentado sobre nociones de valentía, nacionalismo, sacrificio... En esa misma
entrevista, añadía Kubrick: “Con todo su horror, la guerra es puro
teatro.” El teatro de la guerra; o lo que es lo mismo: el teatro de la
muerte: deshumanizante trama que banaliza la vida en la glorificación de la
muerte.
En su extraordinario ensayo,
“La ideología de la muerte”, su autor Herbert Marcuse señala: “La sumisión a la
muerte es sumisión al señor de la muerte: a la polis, al Estado, a la
naturaleza o al dios. El juez no es el individuo, sino un poder superior; el
poder sobre la muerte es también poder sobre la vida.” Como apunta Marcuse: se
trata de conquistar la vida, no en nombre de obediencias a poderes que la
manipulan minimizándola, sino de vivirla por ella misma. La visión de Marcuse
es irrefutable: una vida que asuma en la muerte el significado para sí, es una
vida miserablemente desperdiciada.
La manipulación de los
creyentes a través de la rotundidad de las creencias no es algo exclusivo del
mundo militar. Se dibuja en toda forma de fe empeñada en reducir al ser humano
al tamaño de un lema, una obediencia, un símbolo, un código. Con igual ceguera,
todo cosificado obediente propende a compartir dos actitudes: la negación de
los otros y la extrema simplificación del propio yo.