En su libro El oficio
de vivir, Cesare Pavese comenta que una de las esenciales alegrías en la
vida es no dejar nunca dejar de comenzar; de buscar lo nuevo, de iniciar
proyectos de la mano de nuevas ilusiones o de la intuición de promesas que
aguardan más adelante.
No importa qué tan viejo
sea lo que se presenta ante nuestra mirada por vez primera: nuestras
perspectivas y comprensiones nos pertenecen, igual que nuestros
descubrimientos. Creo en una escritura de la que
salga
ganando la territorialidad del escritor, el rescate de un centro que le
pertenezca sólo a él. Se trata de contar desde ese centro; desde él nombrar, y hacerlo, acaso, como un acto preservación.
Nos preservamos al
convertir nuestras curiosidades y descubrimientos en significado, en rumbo.
Indeclinable sentimiento de que la vida debe, necesariamente, poseer un
sentido; un espejismo, sin duda, pero un espejismo del que es imposible
prescindir, y escribir es, tal vez, una manera de alentarlo.
En el juego de la
escritura (y como se ha dicho tantas veces nada hay más sagrado ni
trascendentalmente humano que el juego) se trata de hablarnos apoyándonos en
ciertas reglas que sólo nosotros hemos decidido crear.
En vez de insertarnos en
tantos espacios compartidos por muchos o por todos, en lugar de repetir gestos
que la mayoría de los otros repite, escribimos, acaso, para aferrarnos a eso
que nos pertenece, para sustentarnos en cierta necesidad de expresar que somos
o nos sentimos parte de algo que, esencialmente, tiene que ver sólo con
nosotros mismos.
A
la pregunta ¿qué
busco al escribir?, creo, con el paso de los años, haber ido hallando mi
respuesta. Escribo para decir curiosidades, para organizar descubrimientos y
comprensiones, para enfrentar la confusión o el tedio. Escribo para sostenerme, para darme ánimos junto
a la fuerza de ciertos espejismos. Escribo, también,
porque escojo; porque me es imposible decirlo todo y escribir me enseña
a no decir de más, tampoco de menos: sólo lo preciso, lo necesario. Escribir me
enseña, pues, a callar. Después de todo, quizá escriba porque he aprendido a
valorar el silencio.
Escribo para decir mis miradas sobre imágenes, rostros, recuerdos,
propósitos, convicciones; para acercarme
a mi propia historia y, desde ella, conjurar el albur del día a día. Escribo,
también, para dar un sentido estético a mis comprensiones, a mis proyectos y a
ciertos sueños construidos y reconstruidos una y mil veces.
Al escribir ordeno,
relaciono, afirmo, valoro. Construyo una cartografía personal donde me refugio
de la tan a menudo incómoda intromisión de lo real; y hago de mis voces
cotidianidad, acaso mucho más real que tanta rutina hecha de reglas y
costumbres ininteligibles.
Los temas y el estilo
que escojo al escribir me señalan. Y quiero pensar que he llegado a parecerme a
ellos: acaso como un eco o un reflejo de esa vida que debo construir o inventar
día a día.
¿Me
será posible, gracias a la escritura dibujar un diseño para mi existencia? En
todo caso, ¿por qué no intentarlo?