domingo, 29 de julio de 2012

TIEMPO QUE MUERE...


     Nuestro siglo XX sumó todas las sorpresas imaginables. En barullo vertiginoso, él ha rozado los más diversos límites. Ya en su final, queda para la memoria de la historia futura la imagen de su inmensa desorientación.

     Tras las luces de neón, bajo los cartelones multicolores, se aglomera, larga, la impaciencia. Entre tantos rostros no es posible distinguir ningún rostro. Agobiante urgencia de espacios: con un fin, con un propósito. Nuestro fin de siglo está enfermo de rapidez. Novedad de cada día. Decadencia de lo irrepetible sucesivo. Edificamos y sumamos extravagancias en linderos cada vez más parcos. Proliferamos en hormigueantes metástasis. Somos víctimas de una inagotable celeridad que busca algún sentido.

     Agotada danza de un tiempo que muere. Las horas ahogan a las horas en ya brusco chapoteo. Los dioses cuelgan, inertes, en la bóveda de un cielo auroral. El tiempo se desvanece en instantes siempre iguales a sí mismos. Los interminables relojes han detenido su desasosiego en el centro de un devastado caos. Exhaustos, los protagonistas del viejo tiempo continúan danzando. Burócratas y banqueros, burgueses y políticos, comisarios y profetas, amos y esclavos: todos unen sus manos en el ritual sagrado de las mayorías. Todos continúan la danza al compás de la suma y la estadística, de la cuantificación y el balance, del promedio y el porcentaje. La mortecina luz del amanecer anuncia el fin de la fiesta. Sobre las cabezas de los agotados comensales cae el telón. Las anteriores llamas se han convertido en apenas lumbre, preludio de ralas cenizas. Todas las horas avanzan hacia el último cansancio. La mímica universal del aburrimiento oculta el vacío de un tiempo enloquecido que está olvidando las palabras.