Imaginación como una posibilidad
de crecimiento, de aprendizaje y de plenitud para el imaginador; y aún más,
mucho más: una forma de permitir la supervivencia. Tal es el tema de la
película El laberinto del fauno (2006), del director Guillermo del Toro,
ambientada en la España del año 1944. Para el momento en que transcurre la
historia han pasado ya cinco años de la derrota de la República, pero aún
resisten al franquismo pequeños grupos de guerrilleros rebeldes. Un personaje,
el capitan Vidal, encarna el poder de las fuerzas fascistas. Es el brutal
rostro de la autoridad. Sus rasgos son una caricatura de lo
quintaesenciadamente militar. Y sus complicadas y muy futiles rutinas (su
diario afeitarse con una afilada navaja y al son de una música militar, su lustrar
sus siempre relucientes botas, su peculiar parsimonia al dar cuerda a su
inservible reloj de bolsillo -que conserva marcada la hora de la muerte del
padre en el frente de Marruecos, durante las guerras coloniales españolas en el
norte de África-, su impecable estiramiento al vestir su uniforme) son, todas,
reflejo de su cotidianidad desquiciada. También están sus peculiares manías,
como su fantasía de que el hijo por nacer sólo podría ser varón y, claro,
futuro militar.
En repetidas oportunidades a lo
largo de la película, la esposa de Vidal repite una frase: “Necesitamos al
capitán”. Necesitar a Vidal o ser protegido por él: una opción imposible.
Frente a Vidal sólo es posible el enfrentamiento o la lejanía. Su brutalidad,
rayana en el sadismo, más allá de cualquier ideología o patriotismo, lo define
sólo en su inhumanidad. (¿Inhumano o infrahumano? También los héroes pueden ser
mucho menos que humanos). Para sobrevivir a Vidal, su hijastra Ofelia,
protagonista de la película, se sumerge en un mundo de fantasía.
Desgraciadamente, es muy previsible el desenlace de esta opción: la imaginación
no permite a Ofelia eludir el universo de horror que la rodea, y termina
asesinada por Vidal. Sin embargo, su muerte anticipa la de su padrastro,
ajusticiado a su vez por los guerrilleros. Su postrero y muy altanero gesto:
exigir que le permitan cumplir su deseo de estrellar su reloj de bolsillo para
que su hijo recién nacido pueda conocer la hora de su muerte, y repetir, así,
el gesto de su padre, le es negado. La frase de la guerrillera: “Tu hijo ni
siquiera sabrá tu nombre”, señala la peor de las maldiciones para Vidal: el
olvido: no ser nunca memoria para nadie.