Eduardo manos de tijera o El
joven manos de tijera (1990), otra película del director Tim Burton, trata
el tema de la entrega a la creación artística como la extraordinaria potestad
de unos poquísimos elegidos. Eduardo, el protagonista, no es un ser humano sino la artificial creación
de un inventor. Sólo un detalle delata su no humanidad: sus manos: antes
de terminárselas, su creador murió y Eduardo tuvo que colocarse, en su lugar,
unas tijeras; y es, precisamente, en esta rareza donde reposa el enorme poder
de su creatividad, ya que con sus manos-tijeras es capaz de moldear cualquier
forma imaginable.
Solitario, el joven
“manos de tijera” habita en un castillo, en lo alto de una montaña que domina
el pueblo de Suburbia: lugar de bienestar y pulcritud, habitado por
pobladores tan pulcros como sus muy coloridas casas. Un día llega hasta el
castillo una vendedora, quien, compadecida de la soledad de Eduardo, se lo
lleva a vivir con ella y su familia. En un primer momento, el joven es aceptado
por los vecinos de Suburbia, principalmente en razón de su habilidad
para cortar el pelo de las damas
y de sus mascotas, así como, también, dar las más originales formas a los arbustos que adornan los jardines de las
impecables casas. Sin embargo, a la larga, termina por imponerse el rechazo: Eduardo es demasiado raro, demasiado
diferente. En realidad, nunca fue aceptado; no pasó de ser un fenómeno, útil al
comienzo, pero, luego, incómodo y desagradable. El joven, por su parte, una vez
que ha conocido el mundo humano, sabe bien que le es imposible vivir en él.
Regresa, pues, a su castillo donde continúa entregado a su pasión por recortar
objetos. Talla, ahora, bellísimas formas en bloques de hielo. Y sucede,
entonces, lo milagroso: del hielo recortado se forma nieve que cae sobre Suburbia.
Y con esta alegoría: todo verdadero artista tiene el poder de descubrir lo
nuevo, lo maravillosamente desconocido, finaliza la película.