Concluido el proceso de la
escritura, será el largo momento de la obra finalizada: de ese libro que irá
alejándose cada vez más de su creador, convertido en construcción para las
miradas y valoraciones de los otros. Por sobre cualquier otro, dos han sido y
son los poderosos hacedores del destino del libro publicado: un Mercado
editorial y un Estado mecenas. Los dos tratan y han tratado muy bien al autor
exitoso; el Mercado, premiándolo cuando el libro vende bien y genera cuantiosas
ganancias; el Estado, aupándolo de acuerdo a una escueta razón: que él sea
capaz de escribir eso que el Estado desea que sea escrito. A fin de cuentas, de
lo que se trata es de lo mismo que se trata siempre: de dar algo a cambio de
algo, de dar para poder también recibir. Por supuesto que, igualmente, Estados
y Mercados reciben de la parte de los seres de palabras; los primeros, apoyo,
imagen, promoción; los segundos, dinero, mucho dinero. Para el ser de palabras
se trata de servir a un dios o a otro: serle útil al Estado o al Mercado; pero
para que esta relación pueda funcionar debidamente, deberá cumplirse una ley de
oro esencial: lo que el ser de palabras escriba deberá resultar de interés para
otros, para muchísimos otros. Existen, han existido siempre y existirán por
siempre seres de palabras afortunados, capaces de escribir eso que infinidad de
lectores puedan desear leer; capaces de escribir libros abiertos a la recepción
de numerosísimas lecturas, cercanos a la aprobación y a la moda, al gusto y la
generalizada curiosidad de todos o de casi todos; autores de libros de éxito,
libros-íconos, libros símbolos de un tiempo y de una circunstancia. Frente a
ellos existen, han existido siempre y existirán por siempre los otros: seres de
palabras mucho más subrepticios, casi clandestinos; no necesariamente malos
escritores, sólo que hacedores de páginas colocadas al margen del interés
general de un lector promedio.