Arrinconado en el ínfimo e irreal confín de su conciencia, el ser
de palabras mira a su alrededor y se esfuerza por entender. Acaso escriba para
hacer menos insoportable su confusión, o tal vez lo haga para que su fantasía
llegue a hacerse parte de esa confusión. Su escritura es su respuesta a lo
exterior: desde sí mismo, desde sus ensimismamientos y fantasmagorías. Es un contemplador
y un testigo; parcializado testigo: siempre existirán muy estrechas relaciones
entre cuanto contemple y lo que son sus propios e irrenunciables espejismos.