Hablar de fotografía significa para mí
evocar un paréntesis muy personal de mi vida, cuando la afición fotográfica
llegó a convertirse en una auténtica obsesión. Era el año 1977. Había finalizado mi carrera universitaria y obtenido una beca para realizar estudios de postgrado en la
Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. E iba, con Irma, mi
mujer, a vivir allí por dos años. Una de las primeras cosas que hice al llegar
fue comprar una cámara que se convertiría en instrumento inseparable. París
comenzó por ser el destino de muchísimas fotos que durante los fines de semana,
y siempre acompañado de Irma, testimoniarían pasos y paseos. Creía, sentía, que
la fotografía había llegado a mi vida para siempre. Recuerdo muy bien el
momento en que me dirigía a recoger las fotos ya reveladas, y la maravillada
sorpresa que significaba contemplar aquellas imágenes que me trasladaban al
momento en que había disparado el obturador, como una especie reencuentro con
una nueva y más clara verdad de él.
En mis fotografías, tomadas
también a lo largo de los numerosos viajes que hicimos en esos años mi mujer y
yo, encarnaba una imperiosa necesidad por dejar constancia de miradas,
descubrimientos y asombros que nos pertenecían tanto a ella como a mí.
Descubrir el mundo junto a alguien; esto es: lo que vemos, compartirlo con
cierta persona particular, hacer de nuestros descubrimientos proximidad al lado
de ese ser que se hace compañía necesaria, otredad que nos sostiene y que llega
a ser parte de nuestro rumbo y de nuestro destino. Y aceptamos que sin esa
persona seríamos sólo la mitad de algo, apenas un trazo de un ausente todo.
Una vez que terminó la
experiencia de París terminó mi pasión por la fotografía tan abruptamente como
había llegado. De mis aventuras fotográficas sobrevivieron varios álbumes que
recogían la memoria de todo un tiempo convertido en imagen. Ya de nuevo en
Caracas llegarían los hijos, y, junto a ellos, la fotografía mantuvo aún por
algún tiempo su carácter testimonial: recoger la existencia de esos niños que,
de día en día, crecían y cambiaban. Fue el último momento en que la fotografía
tuvo un significado. Daría luego paso a una escritura que iba ocupando, con
creciente fuerza irresistible, todos los espacios.
¿Por qué se desvaneció tan
abruptamente mi pasión por la fotografía? Me lo he preguntado muchas veces. Con
los años creo haber dado con la respuesta: tomar fotografías suele significar
proponernos captar algún determinado fragmento de lo exterior a través de una
imagen precisa, mientras que escribir supone traducir el mundo y traducirnos
dentro del mundo en medio del orden de nuestras voces.
Escritura y fotografía: ésta obliga al
contacto rápido, a la inmediata comunicación con ese momentáneo afuera que
velozmente se disipa. La escritura, por el contrario, me obliga a permanecer en
mí, rodeado o protegido por una superficie de palabras. Si la fotografía es el
arte de Cronos, la expresión de una fugaz contundencia de cierto
momento; la escritura, es el arte de Kairos: forma del tiempo irreal de
una conciencia reagrupándose alrededor de esas voces que buscan un sentido.
Por cierto que así como Irma en
su momento tuvo muchísimo que ver con mi pasión por la fotografía, también
habría de estar muy cercana a mis descubrimientos de una escritura que iba,
poco a poco, haciéndose territorio mío, cobijante morada. Compañera hacedora de
siempre acogedores espacios, una vez más Irma hizo posible para mí la creación
de un lugar en el que apartarme de una exterioridad que, con mucha facilidad,
se convertía en intemperie: ajena versión de cuanto es azariento y
desvanecedor.