En un artículo
titulado “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres”*, Walter Benjamin vislumbra el universo como
un espacio infinito e infinitamente comunicado. Todo en el universo se
comunica, dice, porque todo en él se expresa, porque todo en él habla. Todas
las cosas poseen un lenguaje, hablan un lenguaje. Cuanto existe en la
naturaleza posee una esencia comunicativa. “No hay acontecimiento o cosa en la
naturaleza animada o inanimada -dice- que no participe de alguna forma de la lengua,
pues es esencial a toda cosa comunicar su propio sentido”. Todo lo existente,
animado o inanimado, dice, se dice a través de un lenguaje. Todo se
relaciona con todo en una inacabable forma de diálogo. Aquí resulta central una
idea de Benjamin: la de traducción. Traducción es desciframiento, asimilación,
incorporación de la otredad a través del lenguaje; conversión del lenguaje de
lo “otro” en una forma de mi propio lenguaje. “El concepto de traducción –dice
Benjamin- conquista su pleno significado cuando se comprende que toda lengua
superior (con excepción de la palabra Dios) puede ser considerada como
traducción de todas las otras ... La traducción de la lengua de las cosas a la
lengua de los hombres no es sólo traducción de lo mudo a lo sonoro es la traducción
de aquello que no tiene nombre al nombre. Es, por lo tanto, la traducción de
una lengua imperfecta a una lengua más perfecta”.
Traducción implicaría, pues,
nuevas relaciones entre los hombres, y entre éstos y el universo. El lenguaje
superior de los hombres, debería, según Benjamin, traducir a los otros
lenguajes: asimilarlos, entenderlos. A partir de la traducción debería llegar
para el ser humano una comprensión de las casi infinitas formas de lo que es su
otredad. El lenguaje de los hombres estaría llamado, por ejemplo, a traducir el
lenguaje de la naturaleza. La palabra del cosmos y la palabra de las creaciones
humanas estarían obligadas a traducirse. En este caso, la idea de traducción
significaría el final de la soberbia de los hombres; una nueva manera –más
humilde y mesurada- de asumir su relación con esa forma de otredad que es lo
natural. La Naturaleza, habla. Lo ha hecho siempre. Fue el hombre quien, en
algún momento, pareció dejar de escucharla. Sólo “traduciéndola” descubriríamos
que nunca hemos dejado de pertenecer, inexorablemente cercanos, a su marcha y a
sus designios; que todos, hombres y cosmos, formamos parte de una armonía
universal que todo lo engloba.
En otro terreno, el de la
comunicación entre los hombres, traducción significaría diálogo y cercanía,
reciprocidad y convivencia, necesaria reunión de particularismos coexistiendo
dentro de un espacio común. La traducción acerca las diferencias, las comunica,
las integra; facilita las comprensiones, aproxima los diálogos. ¿La traducción,
tal como la concibe Benjamin, implicaría el fin de la babelización del mundo
humano?, ¿sería una metáfora de tiempos nuevos en los que Babel ha desaparecido
para siempre? Babel es la imagen opuesta a la traducción, lo contrario de la
comunicación humana. La tradición judeocristiana recuerda que el castigo para
Nemrod, el rey que pretendió llegar hasta el cielo para contemplar el rostro de
Dios, fue el caos de Babel. La torre interminable habría de permanecer en la
memoria de la humanidad como una alegoría del fracaso de los hombres en la
desmesura de sus pretensiones. En su trabajo Después de Babel*,
George Steiner recuerda que en la mayoría de las culturas existen mitos que
hablan de la insalvable diferencia entre la voz del nosotros y la voz de los
otros. Alegoría del no diálogo, de la incomunicación absoluta, en Babel
encarnan las diferencias entre los hombres, las aproximaciones imposibles entre
colectividades y culturas; en fin, la suma de todas las insalvables diferencias
de una historia de la humanidad que, como Octavio Paz ha dicho alguna vez,
“rezuma sangre”.
En nuestros días,
existe otra imagen posible para Babel: la de la incomunicación de sociedades
hacinadas, la de la exclusión de los seres humanos en medio de límites
saturados y superficies abarrotadas. La percepción de un mundo achicado acerca
a los hombres encerrándolos en espacios cada vez más reducidos, y esa cercanía
pudiera semejar un espejismo de traducción; pero se trata de una imagen falsa:
hombres y sociedades más que comunicarse, superficialmente se parecen. Steiner
recuerda, por ejemplo, que, en nuestros días, el idioma inglés, en su
particular versión de un inglés norteamericano, simplificado al extremo, se ha
convertido en una lengua de uso práctico, lengua de los dominadores del tiempo
presente transformada en herramienta de trabajo en un mundo hipercomunicado.
Aparente semejanza de comportamientos y sistemas, de costumbres y técnicas que
no oculta la multiplicante exacerbación de particularismos empeñados en no
escucharse sino a ellos mismos. Contradictoriamente, nuestra época encierra
ambas posibilidades: la de la estridencia de los dialectos y la de la
universalización de las ritualizaciones. De un lado, la semejanza superficial
que no es sino sólo aparente similitud; del otro, la multiplicación de palabras
de encierro que son localismos infinitesimales, parlas de sectas y catacumbas.
La traducción sería el conjuro de Babel a través de la posibilidad ética de las
palabras. Por medio de la traducción podrían comunicarse y entenderse las
diferencias genuinas y necesarias, las pluralidades legítimas. La validez de
las diferencias se apoyaría en la traducción. Ella establece que las palabras
de los hombres tienen, todas, derecho a existir; que las tradiciones y
costumbres pueden dialogar sin enfrentarse, todas merecedoras de ser escuchadas
y comprendidas.