América
comenzó siendo el imaginario de todo cuanto Europa no era o de todo cuanto
Europa aspiraba a ser. De la desolación de Occidente, dicen las imágenes que
dibujaron el comienzo de nuestro continente, nació América. En las soledades
americanas, hombres e ilusiones, mitos y ambiciones, sueños e ideas, fueron
transformándose en la fuerza esencial de lo increado; todo cambiaba en la
confusión de tantos espacios vastos y vacíos. Ninguna otra región ha sido
bautizada Nuevo Mundo desde el instante de su aparición a la mirada y la
memoria de los hombres. Frente al tiempo europeo, el americano fue el tiempo de
lo nuevo. Frente a los mitos europeos, América, nuestra América Latina, erigió
como su gran mito esencial la novedad. Novedad de lo que surgía de la nada.
Novedad de geografías maravillosas pobladas de imposibles que dieron nombre a
los más fabulosos absurdos y a las más deslumbrantes quimeras. Novedad de la
pasión religiosa: conquista de lo desconocido en nombre de Dios; monjes
solitarios enfrentándose con su devoción y su fe a la fuerza de las armas y a
la crueldad de los hombres, haciendo de la cruz rostro otro de la espada.
Novedad de un sentimiento de patria consolidándose durante siglos de lucha
contra el corsario aborrecido: nacimiento de la nacionalidad que se anunciaba
en el odio compartido hacia el hereje y en la firme defensa de un ya
irrenunciable paisaje. Novedad en la reinvención del continente que intentaron
nuestros libertadores en un delirante afán por reiniciar la historia y
recomenzar el tiempo. La novedad ha definido cierto espíritu herético que,
constante, impregna nuestra historia. La herejía de América fue y ha sido
siempre lucha contra lo desconocido, fuerza impulsora, construcción de
voluntades enfrentadas a una naturaleza abrumadora, ilusión opuesta a la
adversidad, esperanza chocando con la dureza del entorno. La herejía de América
es y ha sido siempre la utopía de América. La utopía es lo herético por
excelencia: utopizar revela inconformismo hacia el presente, imaginación para
concebirlo distinto y para querer superarlo. Anhelamos la utopía si no nos
satisface el presente. Soñamos si no somos felices. Deseamos lo que no tenemos.
Queremos triunfar si sentimos que hemos fracasado. Por la utopía, los
latinoamericanos nos movemos y nos hemos movido con naturalidad en el terreno
de la ilusión. Por la herejía nos hemos acostumbrado a la invocación del
futuro: ¡lo hemos soñado tantas veces!, ¡tan a menudo lo hemos previsto por
entre los pliegues de nuestro rugoso presente!
La herejía suele
concluir enfrentada a una ortodoxia que la detiene o la deforma. Herejías
fueron la ambición y la codicia, los sueños e ilusiones que acompañaron la
conquista y la población del Nuevo Mundo. Ortodoxia fue la inflexibilidad del
imperio español negándose a vivir al ritmo de la historia. Heréticos fueron los
sueños de nuestros libertadores: imagineros y hacedores de tiempos escritos en
el mañana. Ortodoxa fue la corriente conservadora que se negó a aceptar la idea
de emancipación y trató de impedirla, incluso, a costa de la más espantosa
aniquilación. Herético fue el pensamiento liberal que surgía como una forma de
enfrentar la adversidad del exiguo presente. Ortodoxia fueron las larguísimas
dictaduras personalistas, la interminable lista de caudillos que conocieron
casi todas nuestras naciones hispanoamericanas: aventuras de jefes sucesores de
jefes y derrocados por jefes. Heterodoxia fue, en nuestro siglo, la
proliferación de partidos políticos nacionalistas que defendieron la lucha de
los tradicionalmente desposeídos y marginados. Heterodoxos fueron, también, los
políticos idealistas que se sacrificaron a una causa y lucharon por principios
necesarios y metas justas. Ortodoxia es, hoy, la realidad de esas mismas
agrupaciones políticas que se limitan a sobrevivir, poderosas e inconmovibles,
acostumbradas al poder y a su cercano aliado: la fuerza económica. Heterodoxia
fue, hace casi cuatro décadas, la Revolución Cubana y sus esfuerzos por
recuperar para las masas derechos siempre postergados y por erigir un ideal de
dignificación de nuestra América frente a la prepotencia yanqui. Ortodoxia es,
hoy, la misma Revolución Cubana anquilosada por una burocracia que asfixió su
vivacidad. En suma: la heterodoxia de hoy suele ser la ortodoxia de mañana.
Esta, por su parte, es el seguro llegadero de muchos sueños inmovilizados; el
destino de demasiados fracasos; la muerte de ideales en su no auténtica
realización, en su paulatino desvanecimiento en rutina, mascarada o reglamento.