viernes, 21 de octubre de 2011

UNA EXTRAORDINARIA PELÍCULA: DOGVILLE...


Una extraordinaria película Dogville (2003), (extraordinaria en el más literal sentido del término: absolutamente inusual: dos horas de filmación que transcurren dentro de un escenario limitado a una serie de rayas que señalizan espacios: casas, lugares), dirigida por el danés Lars von Trier, muestra la desmitificadora versión de las proximidades humanas. Y crudamente evoca el viejo adagio: “Pueblo pequeño, infierno grande”.

Dogville (literalmente ciudad de perros o “ciudad perra”; en realidad no ciudad: apenas pequeño villorrio poblado por unos pocos vecinos), es un lugar que recibe un día la inesperada visita de una joven que huye de unos gansters. Inicialmente los habitantes de Dogville ofrecen su protección a la joven; pero esa primera actitud va transformándose poco a poco en cruel intromisión que llega a alcanzar el sadismo. La joven es victimizada por el pueblo entero, al punto que, en un determinado momento pareciera como si fuese a ser aniquilada por ésos quienes, al principio, le habían brindado afecto y protección. Sin embargo, el sorpresivo desenlace del filme revierte esa posibilidad: el ganster del que huía la joven era, en realidad, su padre, quien decide vengar las muchas humillaciones que ha sufrido su hija, asesinando a todos los pobladores de Dogville.

Alguna vez dijo Borges que la historia universal podría resumirse en algunas metáforas. Quizá, y muy paradójicamente, en el ínfimo villorrio que es Dogville, con su indefinición de espacios y su excesiva proximidad entre personas y tensiones; con su creciente atmósfera de una violencia sorda y total al interior de espacios empequeñecidos, irreales superficies de límites virtuales, encarne cierta metáfora del mundo humano de hoy: con todas sus saturaciones y forzosas cercanías.