Una extraordinaria película Dogville (2003),
(extraordinaria en el más literal sentido del término: absolutamente inusual:
dos horas de filmación que transcurren dentro de un escenario limitado a una
serie de rayas que señalizan espacios: casas, lugares), dirigida por el danés Lars von Trier, muestra la desmitificadora
versión de las proximidades humanas. Y crudamente evoca el viejo adagio:
“Pueblo pequeño, infierno grande”.
Dogville (literalmente ciudad de perros o “ciudad
perra”; en realidad no ciudad: apenas pequeño villorrio poblado por unos pocos
vecinos), es un lugar que recibe un día la inesperada visita de una
joven que huye de unos gansters. Inicialmente los habitantes de Dogville
ofrecen su protección a la joven; pero esa primera actitud va transformándose
poco a poco en cruel intromisión que llega a alcanzar el sadismo. La joven es
victimizada por el pueblo entero, al punto que, en un determinado momento
pareciera como si fuese a ser aniquilada por ésos quienes, al principio, le
habían brindado afecto y protección. Sin embargo, el sorpresivo desenlace del
filme revierte esa posibilidad: el ganster del que huía la joven era, en
realidad, su padre, quien decide vengar las muchas humillaciones que ha sufrido
su hija, asesinando a todos los pobladores de Dogville.
Alguna vez dijo Borges que la
historia universal podría resumirse en algunas metáforas. Quizá, y muy paradójicamente, en el ínfimo
villorrio que es Dogville, con su indefinición de espacios y su excesiva
proximidad entre personas y tensiones; con su creciente atmósfera de una
violencia sorda y total al interior de espacios empequeñecidos, irreales
superficies de límites virtuales, encarne cierta metáfora del mundo humano de hoy:
con todas sus saturaciones y forzosas cercanías.