sábado, 10 de julio de 2010

EL SER DE PALABRAS SE MUESTRA, QUIERE SER ESCUCHADO...

El ser de palabras se muestra, quiere ser escuchado. Quiere y necesita decir y quiere ser entendido por eso que dice. Suele ser, también, orgulloso: de su palabra, de su voz. Sólo que su orgullo es interior, nunca abiertamente postulado ante los otros. Si así fuese, se convertiría en necia presunción, pretensión pueril. Su orgullo debe nacer, sobre todo, de sus propias convicciones, de sus acuerdos interiores consigo mismo, de su aceptación de pasos propios y de propias búsquedas. Debe ser un orgullo tenue, personal, solitario. Un orgullo que, en ocasiones, es también su única defensa.

El ser de palabras vive su búsqueda en estricta soledad. Soledad y silencio son sus aliados fundamentales. En medio de ellos, se descubre a sí mismo y conjura la indescifrabilidad de lo exterior para aferrarse a sus descubiertas o intuidas opciones. La soledad del ser de palabras le sirve, más que para abstraerse del mundo, para descubrir ciertas peculiaridades del mundo dibujándose en su propio rostro y para ordenar los territorios de su conciencia. Con la soledad llega, también, el aislamiento y el asilo. Sobre todo el asilo: éste lo previene de cuanto puede ser fortuito y circunstancial, y lo fortalece ante lo imprevisible. El asilo le permite conjurar diversas inseguridades y temores: al fracaso, a la anonimia, al desvanecimiento. Escribir es, para el ser de palabras, una manera de asilarse en sí mismo, de permanecer dentro de un orden que le permita ciertas íntimas formas de coherencia. En el asilo el ser de palabras reconoce sus espacios, aprende de sus recuerdos y define su significación presente.