Los dioses son la respuesta a las perplejidades del hombre. Son la hechura de sus anhelos, la moraleja de su existencia, la sentencia de su destino...
Los dioses mantienen la confianza del hombre en el mundo. Presiden las edades del mundo.
Los dioses existen gracias a la voluntad de los hombres. Sin hombres, no hay dioses.
Los dioses mueven los hilos del tiempo. Los instantes que dejan alguna huella imborrable en el recuerdo humano son aquéllos en que los hombres identificaron sus sueños con alguna particular deificación.
También el temor humano es artífice de los dioses. Muchas veces fue el terror quien les dio vida.
Los dioses habitan en la soledad de lugares desconocidos y, desde allí, velan por la supervivencia de los hombres.
Existen, también, dioses marginados de la conciencia y el sueño humanos. Son deidades menores, inconsistentes, olvidables, prescindibles; incapaces de conjurar el último beso de la tierra, de reiterar la falacia del primer hijo ofrendado al universo, de exorcizar la inercia de tanto ángel incapaz, de interpretar señales que son el reflejo de un alma, de legitimar sentimientos que regresan una y otra vez sobre sí mismos, de atestiguar antes y ahoras que todas las cosas acercan y todas las cosas separan, de describir tanta pantomima incapaz de una fe genuina, de purgar lugares donde todo se hizo apiñamiento y confusión...
La desaparición de los dioses dejó al hombre sin interlocutores. Empezó, entonces, a dialogar consigo; al hacerlo, fue aprendiendo a conocerse: con sus limitaciones y su fuerza, con su dignidad y su libertad. Supo que debía afrontar con entereza la vida impredecible. Entendió que las circunstancias que lo rodeaban eran aprendizaje, que éste era sabiduría y, a la larga, también virtud.
Nuestros dioses seguirán siéndolo en la medida en que formen parte de nuestras íntimas veneraciones. Someterlos a la humillación de la propaganda es vejarlos, rebajarlos a una triste condición de contraseña. Vociferar nuestros sueños, chillar nuestras creencias, aturdir con nuestra fe, abrumar con nuestra verdad, es hacer demagogia de lo más auténtico de nosotros mismos. Es convertir nuestras devociones en discurso y recurso de burdas retóricas...