La ética asociada
al hecho político: imposible aludir a ese tema sin vincularlo a dos realidades esenciales:
la libertad individual y la convivencia social. En un texto esencial -“¿Qué es
la política?”- dice Hanna Arendt: “El sentido de la política es la libertad”. Desgraciadamente,
hoy por hoy, sostiene
Arendt, casi todas las referencias al tema político suelen detenerse en los interminables
prejuicios en su contra. Sobre uno de ellos, principalmente: la política definida
exclusivamente como la conquista y la preservación del poder por todos los
medios imaginables.
El poder
como un fin en sí mismo: a ello se ha reducido miserablemente la concepción de
la política, olvidando que ella implica nada menos que la organización de la coexistencia
humana. Como bien recuerda Arendt: “el hombre no es autárquico, sino que
dependerá siempre en su existencia de los otros”.
En un texto complemento del de Arendt, “El individuo
privatizado”, su autor, Cornelius Castoriadis, desarrolla una sencilla idea:
las instituciones políticas, las leyes y las constituciones son, por sobre
cualquier otra cosa, creaciones humanas. Pertenecen a los deseos, los principios,
los valores y los intereses de los hombres. Ése fue, precisamente, el gran y definitivo
hallazgo del ideal democrático para los antiguos griegos: los hombres somos los
llamados a gobernarnos; a poder gobernarnos y a saber gobernarnos. Somos
nosotros los autores de las leyes y las constituciones y está en nuestras manos
el modificarlas y el mejorarlas. Ninguna ley, ningún principio, ningún objetivo
podrá estar nunca por encima de la razón y del interés humanos.
Existe justa convivencia en una sociedad cuando existen en
ella constituciones y leyes justas, necesariamente próximas a inalienables
derechos humanos y a la racionalidad de las metas sociales. Una racionalidad
que significa la búsqueda de modelos de convivencia sostenidos en el acuerdo
entre todos, en la armoniosa relación entre la libertad individual y el interés
colectivo. Entenderlo
así nos lleva, necesariamente, a coincidir con un comentario de la Arendt: “la
tiranía es la peor de todas las formas de estado, la más propiamente
antipolítica”. Y, como ella misma señala, una de las secuelas más ponzoñosas de
los totalitarismos, será la imposición de cierta grosera falacia que sostiene
que la libertad individual habrá de sacrificarse en nombre del buen desarrollo
de una colectividad.