En esencia, todo ser humano es un caminante, un viajero que, como dijo
alguna vez Saint John-Perse, “nace en la casa, pero muere en el desierto”. El caminante
construye sus propios rumbos. Aprende que el instante que lo consolida podría,
también, desvanecerlo; que ni derrotas ni victorias son totalmente definitivas
y que la curiosidad y el desconcierto pueden ser siempre punto de partida hacia
nuevos rumbos. Intuye que la vuelta atrás es imposible y que, por sobre cualquier
otra cosa, precisa fe en sí mismo. Con sus pasos se dirige hacia cielos o
infiernos absolutamente personales. En ocasiones escoge acogerse a los augurios
y a la ilusión de la esperanza; otras veces, anteponer a cualquier quimera la
cruda verdad de un urgente ahora.
Trayecto, camino, itinerario, rumbo, derrotero: diversos nombres para
aludir a los pasos dibujados por el viajero. Lo acechará siempre un riesgo
esencial: la desorientación. Para conjurarla, necesita hacer de sus
experiencias y aprendizajes asideros. A la postre, entiende que quizá el
sentido mismo del viaje resida en el hallazgo de ciertos asideros donde identificar
un sentido para los días transcurridos. Sin asideros prevalecerá para él la
desorientación, se desvanecerán las referencias y el caminante terminará convertido
en un ser errante, un transeúnte desvaneciéndose al interior de la intemperie.
Los cuadernos del destierro de Rafael Cadenas es una de
las más hermosas descripciones que yo haya leído alguna vez sobre esas verdades
adquiridas por un viajero dentro de su tiempo. Lo escribe en Trinidad, donde
vivía tras haber sido expulsado del país por la dictadura de Marcos Pérez
Jiménez. Permanece exiliado en esa vecina isla de Venezuela entre 1952 y 1956.
Lejos del espacio de su origen, se enfrenta a las mismas preguntas que, en
algún momento, cualquier individuo podría formularse: ¿Quién soy? ¿Cuál es mi
lugar? ¿Dónde pertenezco? ¿Cómo aceptarme?