En su Historia de la educación, Emile Durkheim comienza
por formularse una pregunta: “¿Cómo enseñar el hombre y las cosas humanas?”.
Solo hay una respuesta: bajo una educación concebida como finalidad de
significados, como comunicación necesariamente relacionada a un sentido, a un
porqué. Cuanto el maestro comunica a sus estudiantes debería relacionarse con
dos finalidades esenciales: ayudarlos a entenderse consigo mismos y a
entenderse con el mundo que los rodea.
Hay un poema de W.A. Auden titulado Otro
tiempo, donde el poeta se refiere a esos seres que “… han olvidado como
decir Yo Soy”. Acaso, por sobre todo, la educación se trate de enseñar a otros
a decir “yo soy”, a comunicarles la importancia de ese “yo soy” del cual depende
todo lo demás. Enseñarles a ser ellos mismos y, a la vez, a ser para
otros. En todo propósito
educativo debería existir esa doble intención: enseñar a vivir individualmente
y enseñar a intervenir en el mundo. Dos centrales razones que se remontan al mito
platónico referido en el Protágoras, donde Platón describe la
educación como el mecanismo necesario tanto para enseñar conocimientos y
técnicas como para aprender a comportarnos los hombres unos con otros, de
acuerdo a lo que Platón llama “respeto recíproco y justicia”.
Acaso el sentimiento más importante que, como profesores, podamos
experimentar junto a nuestras voces es hacer de ellas espacio de encuentro con
nuestros estudiantes; espacio donde hacernos entender, donde expresar verdades en las que creemos,
donde defender razones que valoramos. En absoluto se trata de “llevar la voz
cantante” sino de hacer de nuestras palabras un puente entre nuestra
experiencia y la curiosidad del discípulo, entre nuestra razón y una juvenil
razón en busca de su propio camino, entre nuestras vivencias metaforizadas
sobre ciertos imaginarios y la experiencia ausente de jóvenes que buscan
imágenes donde definirse y reconocerse…
Como maestros nos parecemos a nuestra manera de
decir. El destino de nuestras palabras es su recepción; su posibilidad de
iniciar diálogos donde germinen preguntas necesitadas de respuestas.
Todo diálogo entre maestro y discípulos comienza con la habilidad de aquél para
saber qué preguntar y qué respuestas esperar. Algunas, inesperadas, pudieran
enriquecerlo tanto a él como a sus estudiantes. Ni existen preguntas incapaces
de respuesta ni existen respuestas absolutamente definitivas o unívocas. El
diálogo entre el maestro y sus discípulos debería suscitar en éstos el deseo de
aprender. Nunca rutinario, nunca adoctrinador; por el contrario: esfuerzo
creativo, vivaz y confidente, ese diálogo es expectativa, punto de partida
de la acción educadora. Puede poseer muchas formas, apoyarse sobre
muy variadas ilustraciones, pero está obligado a sustentarse sobre la necesidad de
una mutua confianza entre maestro y discípulo. De la parte de éste,
confianza en su profesor, en la honestidad de sus ideas y en la veracidad de
sus voces. De la parte del profesor, confianza en la voluntad de su discípulo
por escucharlo y entenderlo.