El significado de la persona, la dignidad
del individuo: algo que, frecuentemente ignoran o agreden Estados, gobiernos y
sistemas dispuestos a sacrificar al ser humano en beneficio de sus propios
intereses. ¿Cómo enfrentar la anulación de lo individual? ¿Cómo conjurar la
inhumanidad de poderes demasiado fuertes, demasiado soberbios, demasiado
indiferentes, demasiado incapaces, demasiado crueles?
Como educador, pienso en una respuesta:
la educación; una educación que privilegie, junto a la formación personal de
cada individuo, su relación con los otros, con su entorno. Una educación capaz
de formar individualidades conscientes de su propia singularidad pero nunca
indiferentes hacia el tiempo que las rodea.
En algún momento de su obra dice
Nietzsche: “Solo existe la noción de responsabilidad, de compromiso en las
individualidades. No hay tal cosa en las masas, en las multitudes”. El maestro no forma colectividades, no enseña
responsabilidades éticas a homogéneas muchedumbres sin rostro. No: educa
personas, comunica humanidad a seres humanos pensantes y sensibles. Al hacerlo,
no solo contribuye a definir la personalidad de éstos sino que participa,
también, en la construcción de una sociedad un poco mejor.
La educación tiene como reto central hacer
del estudiante un ser consciente de sí mismo y de su entorno. Ambas cosas -responsabilidad para consigo y con el mundo que
lo rodea- están muy relacionadas con el reconocimiento de algo esencial en él:
su vocación; y, junto con ésta, el descubrimiento
de sí mismo.
Conocernos: saber quienes somos, identificarnos nosotros mismos, definirnos únicos
(en la medida en que todo ser humano lo es)... Sabernos proyectados sobre una
vocación cuya revelación dibuje un sentido para nuestra existencia... Una vocación se la vive, se la experimenta íntimamente vinculada
a un sentimiento de libertad personal. Somos libres para escoger hacer y
decidir vivir de acuerdo a eso que hemos elegido ser y hacer.
Lo justo, lo natural, lo ideal es que las
propias cualidades y la vocación coincidan, que la una sea muy directa
consecuencia de las otras. Igualmente, relacionamos la vocación con posibles formas
de aprobación personal; también como un puente entre nosotros mismos con el
afuera, con los otros. La asumimos como la posibilidad más significativa de
influir en nuestro espacio colectivo.
No tenemos la potestad -al menos la
inmensa mayoría de nosotros- de intervenir o de transformar significativamente
la sociedad que nos rodea, pero sí podemos -y debemos- convertirnos en los hacedores
de nuestra propia existencia, viviéndola y construyéndola de la forma más plena
y más humana posible. Y será a través de una vocación, vivida como plenitud, como
personal traducción de ese tiempo que somos y nos construye, nuestra manera de entrar
en el mundo, y de ser, en él, una legítima y justificada presencia.
Junto a nuestra vocación es posible dar un
sentido a nuestra existencia y evolucionar junto a ese significado sustentador,
orientador. Lo ideal es reconocerla muy temprano; tempranamente hacerla parte
de irrevocables comportamientos, pasos, propósitos y acciones.
Siempre he pensado que el tiempo
universitario es el más certero para identificar una vocación. Es el momento
crucial cuando el joven, dejada ya atrás esa niñez que pudo hacerle creer -si
fue afortunado- en una condición céntrica merecida simplemente por ser él mismo,
entra en una nueva etapa de su vida, generalmente compleja, ardua, en la que empieza
a convivir con los difíciles trazos del mundo real. Es el inicio de un tiempo
de nuevos desafíos, de la incesante búsqueda de respuestas.
¿Qué precisa la voluntad temprana de un
joven? Sin duda, menor dilapidación, mayor perseverancia y, sobre todo, aprender
a estar un poco más a solas consigo mismo. Únicamente en soledad, lejos del bullicio e
indefinición de lo multitudinario, podemos llegar realmente a conocernos. Aprender
quienes somos, qué deseamos, qué nos resulta posible y qué no, que nos
enriquece y qué nos debilita.
Estar solos, saber estarlo, aprender a
estarlo; eventualmente, desearlo… Suele asociarse la soledad a derrota social o
aburrimiento. Temores que la hacen frecuentemente temida, un oprobio del que es
preciso escapar. Quien no tenga nada que decirse a sí mismo descubrirá en la soledad
la mayor de las calamidades. Sin embargo, ella puede -y debería considerársela de
esta manera- una oportunidad para aprendizajes necesarios, para disfrutar de
ese tiempo en nuestra propia compañía, para aprender a no aburrirnos a solas
con nosotros mismos. Aprender, también, a relacionar soledad con libertad.
Esencialmente, somos libres al entendernos, al reconocernos en nuestros actos e
ilusiones, al identificarnos con esa historia que es la nuestra.
Es preciso saber estar solos para seguir
el rumbo de nuestra curiosidad, para predecirnos, para sostener convicciones, para
vislumbrar un destino. Saber o haber aprendido a estar a solas con nosotros
mismos nos salva de mucho merodeo inútil, de mucha inconsistencia, de mucho
innecesario contacto donde extraviar nuestra conciencia. Significa, también, la
oportunidad de definir impulsos y reconocer aptitudes, de identificar
propósitos de los que nos resulta imposible apartarnos.
En su novela El juego de los abalorios, Herman Hesse propone la imposible
enseñanza de verdades destinadas únicamente a ser vividas. ¿Sus palabras
exactas? “La verdad se vive, no se
enseña”. Pienso que, al menos, en el caso de esa verdad que es una
vocación, sí es posible identificarla en otros, ayudar a, otros -jóvenes
estudiantes universitarios, pongo por caso- a construirla.
Una vocación es verdad propia, verdad descubierta, verdad por
vivirse, verdad por realizarse... Esencial importancia,
pues, de una educación donde la persona pueda, de la mano de un maestro -mano
que guía, enseña, forma- identificar una ética personal y la intuición de un destino
en el que encarne una manera de intervenir en el mundo, de ser parte de él.