La universidad no posee
un solo sentido, una sola “utilidad”. Existe para ella, desde luego, el reto de
la necesaria formación de especialistas en determinadas áreas del saber; pero,
junto a esa finalidad está otra: orientar a miles de jóvenes en el
descubrimiento de una vocación, ayudarles a relacionar eso que aman hacer con cuanto
pueda significar su aporte a la sociedad.
Acaso la mitificación del “especialismo” haya
terminado por despojar a la Universidad
de uno de sus propósitos centrales: integrar a esos jóvenes que están
comenzando a vivir dentro de modelos de convivencia más humanos. No es la única finalidad de la universidad
formar individuos capaces de saberlo casi todo sobre casi nada y absolutamente
carentes de una ética que dé sentido a cuanto están aprendiendo. Se impone otra
intención: formar a los estudiantes en conocimientos tanto como
en valores; ofrecerles respuestas necesarias, enseñarles principios de
convivencia, transmitirles saberes de vida y para la vida; y que nunca dejen de
interrogarse sobre el destinatario
humano de esos saberes.
No existe un único
modelo de universidad ni un solitario ideal universitario, lo que sí no debería
dejar de existir es un proyecto universitario necesariamente relacionado con patrones
de convivencia más justos e incluyentes.