Kafka, en su Carta al padre, identificó lo que para él parecía ser lo único
verdaderamente importante en la vida de una persona: “Casarse, fundar una familia, aceptar todos los
hijos que vengan, mantenerlos en este mundo inseguro y hasta guiarlos un poco
es, estoy convencido, lo máximo que puede conseguir un ser humano…”
Paradoja
del artista que minimiza su creación; contradicción del creador que desconfía
de su potestad de crear; y, en su lugar, anhela lo que luce como un destino
común a la inmensa mayoría de los hombres: perpetuarse en sus hijos. Kafka pareció
desconocer la valía de su obra, con lo cual metaforizó, en su propia persona,
una realidad terrible presente en sus escritos: la imposibilidad. Imposibilidad
de todo: de creer, de esperar, de hacer, de ser… Y,
sin embargo, Kafka continuó incansablemente escribiendo hasta el final de sus
días. Como él mismo afirmó: “… escribiré a pesar de todo, categóricamente; es mi lucha por la conservación
de mi existencia.”
Kafka escribió porque la escritura fue su única manera de resistir, de vivir.
Mucho más que de publicar, de alcanzar fama, se trató para él de ofrecer al
exterior, al mundo del afuera, su humano testimonio. Y, con sus
escritos, atestiguó imágenes que, desde entonces, los hombres comprendemos muy
bien porque señalan algunos de los más terribles y precarios aspectos de
nuestra contemporaneidad.