Me
gusta leer los discursos de agradecimiento de los laureados con el premio Nóbel de Literatura. En ellos, escritores, generalmente hacia el final
de sus vidas, acostumbran transmitir una
sabiduría a la que siempre resulta enriquecedor
acercarse.
Ohran
Pamuk, en sus palabras de gratitud, narró una anécdota: poco antes de morir, su
padre le mostró unos manuscritos suyos, y le pidió su opinión. Por un tiempo no
se atrevió a leerlos. Temía que si relacionaba a su padre, ese ser entrañable a
quien tan bien conocía como alguien extrovertido y siempre amigo de fiestas,
con ésos a quienes Pamuk identificaba como escritores: seres solitarios, infatigables
indagadores de voces relacionadas con
su propia existencia, entonces, o bien su padre no era la
persona que él tanto creía conocer, o su percepción sobre los escritores estaba
errada. Leídos los textos, Pamuk entiende que no se ha equivocado ni con lo uno
ni con lo otro: en su padre no habitaba un escritor. Sus páginas no apuntaban
sino hacia un entretenimiento ligero, muy poco relacionado con el cotidiano
esfuerzo de un genuino ser de palabras.
Otro
discurso que me llamó la atención fue el de la rumano-alemana Herta Müller. Si
las palabras de Pamuk se referían a soledad, las de la Müller se relacionaban
con libertad. Libertad para resistir injusticias, para oponerse a
circunstancias humillantes, para enfrentar ideológicos adoctrinamientos; pero,
por sobre todo, libertad para ser realmente ella misma. Libertad como un don
sagrado del que nadie podría privarla, porque, esencialmente, allí
residía la fuerza de su conciencia. Y solo allí, sabía y sentía que era libre
de pensar, de sentir, de soñar, de crear…
Soledad y libertad: únicamente en soledad alcanzamos a
reconocer el inmenso valor de nuestra libertad; y solo en libertad podemos identificar
nuestra más genuina autenticidad. Libres, y solo libres, logramos entender esa
verdad que fuimos, que somos, que estamos destinados a ser…
En última instancia, ser libres porque supimos
reconciliarnos con nuestra soledad; porque junto a ella crecimos. Y no me queda
sino citar a Nietzsche, y lo hago porque, realmente, pienso que es imposible no
coincidir con él: “Es preciso conceder a ciertos hombres su
soledad y no ser lo bastante tonto, como se hace frecuentemente, para
compadecerse de ellos” .
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