domingo, 21 de enero de 2018

LA FALTA DE INTELIGENCIA...

La falta de inteligencia, dijo alguna vez Platón, es la peor de las enfermedades. Carecer de inteligencia: desconocer nuestro lugar en el mundo, ignorar los sentidos de nuestro presente, incapacidad de ser nuestra propia compañía… La inteligencia nos lleva a conocernos, a comprometernos, a tratar de responder algunas de las interminables preguntas que la vida suscita. Respondemos a esas preguntas a nuestra manera, y somos responsables de nuestras respuestas.
Quizá no existan problemas existenciales nuevos que resolver. Los que nos mueven y conmueven hoy afectaron a muchos seres antes que a nosotros y lo seguirán haciendo en el futuro. Lo que sin duda ha cambiado es la manera de aceptar el protagonismo de nuestra conciencia, su papel en la libertad de nuestro comportamiento y nuestra experiencia moldeándola.
Hace dos mil cuatrocientos años, una de las grandes mentes de la humanidad, Aristóteles, se propuso responder una de las perpetuas interrogantes de los hombres: ¿cuál es el sentido de la existencia humana? ¿A qué hemos venido a este mundo? Vinimos a ser felices –se respondió-, a vivir de la manera más plena y más satisfactoria. Compañera de este respuesta no podría ser sino esta nueva pregunta: ¿en qué consiste la felicidad?

Cada ser humano está obligado a descubrir la felicidad por sí mismo, a vislumbrarla en medio de los laberintos de su conciencia. Lo que hace feliz a unos pudiera resultar incomprensible para otros. Nada más absurdo, nada más inútil o, incluso, dañino que toda noción de felicidad impuesta por Estados, gobiernos, religiones o ideologías. Cualquier diseño de una felicidad decidida por poderes externos a la individualidad humana ha estado y estará siempre condenada al más grotesco de los fracasos.