La falta de
inteligencia, dijo alguna vez Platón, es la peor de las enfermedades. Carecer
de inteligencia: desconocer nuestro lugar en el mundo, ignorar los sentidos de
nuestro presente, incapacidad de ser nuestra propia compañía… La inteligencia
nos lleva a conocernos, a comprometernos, a tratar de responder algunas de las
interminables preguntas que la vida suscita. Respondemos a esas preguntas a nuestra
manera, y somos responsables de nuestras respuestas.
Quizá no
existan problemas existenciales nuevos que resolver. Los que nos mueven y
conmueven hoy afectaron a muchos seres antes que a nosotros y lo seguirán
haciendo en el futuro. Lo que sin duda ha cambiado es la manera de aceptar el
protagonismo de nuestra conciencia, su papel en la libertad de nuestro
comportamiento y nuestra experiencia moldeándola.
Hace dos mil
cuatrocientos años, una de las grandes mentes de la humanidad, Aristóteles, se
propuso responder una de las perpetuas interrogantes de los hombres: ¿cuál es
el sentido de la existencia humana? ¿A qué hemos venido a este mundo? Vinimos a
ser felices –se respondió-, a vivir de la manera más plena y más satisfactoria.
Compañera de este respuesta no podría ser sino esta nueva pregunta: ¿en qué
consiste la felicidad?
Cada ser humano
está obligado a descubrir la felicidad por sí mismo, a vislumbrarla en medio de
los laberintos de su conciencia. Lo que hace feliz a unos pudiera resultar
incomprensible para otros. Nada más absurdo, nada más inútil o, incluso, dañino
que toda noción de felicidad impuesta por Estados, gobiernos, religiones o
ideologías. Cualquier diseño de una felicidad decidida por poderes externos a
la individualidad humana ha estado y estará siempre condenada al más grotesco
de los fracasos.