El populismo suele reunir diversos ingredientes: el carisma de
algún vociferador junto a su desvergonzada capacidad para ofrecer de todo, la
facultad del mismo gritón para hablar por demasiado tiempo y con demasiados énfasis,
insatisfechas aspiraciones colectivas manipuladas hasta el paroxismo por el
vociferador de siempre, fragilidad de tradiciones políticas e instituciones, nacionalismos
exacerbados...
El populismo gusta de coquetear con argumentos ideológicos, de
apoyarse en ellos pero sin hacerlos suyos realmente. El líder populista se convierte
en ideólogo por conveniencia. Utiliza esa ortopedia del pensamiento que es toda
ideología como un instrumento para arrastrar a sus seguidores a la más perniciosa
de las actitudes: no pensar; un no pensar generalmente acompañado de gritos, muecas,
fórmulas... El argumento ideológico permite al jefe populista disfrazar
apetencias y ambiciones con proyecciones que van mucho más lejos del aquí y del
ahora.
A la larga, la ideología significará una de las más terribles perversiones
del populismo: la aparición de un culto a la personalidad destinado tanto a perpetuar
individuales figuras en el poder como a producir trágicas dinastías familiares.
Basten recordar dos famosos ejemplos: un abuelo, un hijo y un nieto en la Corea
del Norte; y dos hermanos: los Castro de Cuba.
El populismo contradice violentamente sueños y esperanzas
anunciados por la modernidad. Hubiese sido difícil pronosticar figuras como los
Trump, los Farrage, los Le Penn en países del Primer Mundo; igualmente difícil imaginar
la locura sangrienta de un califato islámico imponiéndose por sobre montañas de
cadáveres y la destrucción de todos los escenarios donde dicho proclamado califato
penetra. Populismos primarios protagonizados por caudillos militares,
populismos dirigidos por nostálgicos del fascismo, populismos religiosos
empapados en sangre… ¿A qué continuar? En todos los casos: simplismo,
intolerancia, sordera a cualquier forma de sentido común; fuerza apoyada en los
más diversos grados de estupidez colectiva; popularidad adornada con los
colores del fanatismo, de la irracionalidad, de la insensatez...
El populismo suele emparentarse con el nacionalismo, ese énfasis
colectivo que tantas tragedias ha significado para la historia humana; esa
desvirtuadora tendencia del patriotismo -legítimo orgullo de pertenecer a tal o
cual lugar y a tal o cual tradición- para imponer espurias presunciones que sostienen
que por pertenecer a un lugar se es superior a los habitantes de todos los
demás lugares del mundo.
La irracionalidad del populismo nacionalista ha derivado consecuencias
impredecibles. En la vieja Europa, hizo que Inglaterra -país del que todos
reconocemos la madurez de sus instituciones y su cultura política- dos
demagogos: un ex-alcalde y un chabacano vociferador, transmitiesen a sus
conciudadanos miedo: imaginarios de temor a los extranjeros, a la pérdida de la
autonomía nacional, a la cercanía de demasiados emigrantes, a la desaparición
del bienestar, a la merma de viejas costumbres…
Por otra parte, la historia europea del siglo XX recuerda muy dolorosamente
los excesos del nacionalismo alemán. En lo personal, siempre he considerado la
figura del Kaiser Guillermo Segundo de Alemania como un personaje especialmente
nefasto de la historia reciente de la humanidad, sobre todo cuando recordamos
que la Segunda Guerra Mundial fue una muy directa secuela de la conflagración
anterior. Baste recordar el nombre de uno de los más directos “descendientes”
del principal causante de la Gran Guerra: el canciller del Reich Adolfo Hitler.
En América Latina hemos conocido demasiado de cerca el fenómeno
populista, sobre todo relacionado con discursos guerreristas de figuras
mesiánicas empeñadas en distorsionar el tiempo de la historia en su propio
beneficio. El caso venezolano resulta especialmente dramático. Hugo Chávez, con
su estilo, con su altisonante e incansable palabrerío, con sus incesantes evocaciones
de rencores y odios fabricados principalmente por él mismo, con sus simplismos
históricos, logró dividir la historia venezolana en un antes y un después
separados por un hito de resentimientos que será muy difícil de borrar.
Las secuelas del populismo pueden y suelen ser terribles:
aplastamiento de cualquier forma de oposición; desconocimiento de quienes no
piensan como el jefe; desmedido poder de éste, quien diciendo actuar en
beneficio y grandeza de la patria, se regodea en deseos personales convertidos
en mandato para todos… Entronización, en fin, de actitudes y rostros convertidos
en cruel caricatura para la memoria histórica, conclusión de la convivencia
civilizada de los habitantes de una nación y comienzo del largo tiempo de los
desengaños.
El mayor, el más eficaz enemigo de los populismos será siempre la
verdadera democracia. Solo la humanización de la política, el respeto a la
dignidad de la persona humana, la solidaridad entre los miembros de una
colectividad independientemente de sus diferencias, señalará el único destino
posible de formas políticas en un mundo de convivencias más humanas. El destino
de las naciones pasa por la dignidad de todos sus habitantes, por el respeto al
libre juego democrático, por la tolerancia y el diálogo entre todos… Estas serán
las únicas formas capaces de erradicar las miserias de un populismo que tanto
daño ha generado en la historia.