jueves, 1 de septiembre de 2016

MISERIAS DEL POPULISMO...

El populismo suele reunir diversos ingredientes: el carisma de algún vociferador junto a su desvergonzada capacidad para ofrecer de todo, la facultad del mismo gritón para hablar por demasiado tiempo y con demasiados énfasis, insatisfechas aspiraciones colectivas manipuladas hasta el paroxismo por el vociferador de siempre, fragilidad de tradiciones políticas e instituciones, nacionalismos exacerbados...
El populismo gusta de coquetear con argumentos ideológicos, de apoyarse en ellos pero sin hacerlos suyos realmente. El líder populista se convierte en ideólogo por conveniencia. Utiliza esa ortopedia del pensamiento que es toda ideología como un instrumento para arrastrar a sus seguidores a la más perniciosa de las actitudes: no pensar; un no pensar generalmente acompañado de gritos, muecas, fórmulas... El argumento ideológico permite al jefe populista disfrazar apetencias y ambiciones con proyecciones que van mucho más lejos del aquí y del ahora.
A la larga, la ideología significará una de las más terribles perversiones del populismo: la aparición de un culto a la personalidad destinado tanto a perpetuar individuales figuras en el poder como a producir trágicas dinastías familiares. Basten recordar dos famosos ejemplos: un abuelo, un hijo y un nieto en la Corea del Norte; y dos hermanos: los Castro de Cuba.
El populismo contradice violentamente sueños y esperanzas anunciados por la modernidad. Hubiese sido difícil pronosticar figuras como los Trump, los Farrage, los Le Penn en países del Primer Mundo; igualmente difícil imaginar la locura sangrienta de un califato islámico imponiéndose por sobre montañas de cadáveres y la destrucción de todos los escenarios donde dicho proclamado califato penetra. Populismos primarios protagonizados por caudillos militares, populismos dirigidos por nostálgicos del fascismo, populismos religiosos empapados en sangre… ¿A qué continuar? En todos los casos: simplismo, intolerancia, sordera a cualquier forma de sentido común; fuerza apoyada en los más diversos grados de estupidez colectiva; popularidad adornada con los colores del fanatismo, de la irracionalidad, de la insensatez...
El populismo suele emparentarse con el nacionalismo, ese énfasis colectivo que tantas tragedias ha significado para la historia humana; esa desvirtuadora tendencia del patriotismo -legítimo orgullo de pertenecer a tal o cual lugar y a tal o cual tradición- para imponer espurias presunciones que sostienen que por pertenecer a un lugar se es superior a los habitantes de todos los demás lugares del mundo.
La irracionalidad del populismo nacionalista ha derivado consecuencias impredecibles. En la vieja Europa, hizo que Inglaterra -país del que todos reconocemos la madurez de sus instituciones y su cultura política- dos demagogos: un ex-alcalde y un chabacano vociferador, transmitiesen a sus conciudadanos miedo: imaginarios de temor a los extranjeros, a la pérdida de la autonomía nacional, a la cercanía de demasiados emigrantes, a la desaparición del bienestar, a la merma de viejas costumbres…
Por otra parte, la historia europea del siglo XX recuerda muy dolorosamente los excesos del nacionalismo alemán. En lo personal, siempre he considerado la figura del Kaiser Guillermo Segundo de Alemania como un personaje especialmente nefasto de la historia reciente de la humanidad, sobre todo cuando recordamos que la Segunda Guerra Mundial fue una muy directa secuela de la conflagración anterior. Baste recordar el nombre de uno de los más directos “descendientes” del principal causante de la Gran Guerra: el canciller del Reich Adolfo Hitler.
En América Latina hemos conocido demasiado de cerca el fenómeno populista, sobre todo relacionado con discursos guerreristas de figuras mesiánicas empeñadas en distorsionar el tiempo de la historia en su propio beneficio. El caso venezolano resulta especialmente dramático. Hugo Chávez, con su estilo, con su altisonante e incansable palabrerío, con sus incesantes evocaciones de rencores y odios fabricados principalmente por él mismo, con sus simplismos históricos, logró dividir la historia venezolana en un antes y un después separados por un hito de resentimientos que será muy difícil de borrar.
Las secuelas del populismo pueden y suelen ser terribles: aplastamiento de cualquier forma de oposición; desconocimiento de quienes no piensan como el jefe; desmedido poder de éste, quien diciendo actuar en beneficio y grandeza de la patria, se regodea en deseos personales convertidos en mandato para todos… Entronización, en fin, de actitudes y rostros convertidos en cruel caricatura para la memoria histórica, conclusión de la convivencia civilizada de los habitantes de una nación y comienzo del largo tiempo de los desengaños.

El mayor, el más eficaz enemigo de los populismos será siempre la verdadera democracia. Solo la humanización de la política, el respeto a la dignidad de la persona humana, la solidaridad entre los miembros de una colectividad independientemente de sus diferencias, señalará el único destino posible de formas políticas en un mundo de convivencias más humanas. El destino de las naciones pasa por la dignidad de todos sus habitantes, por el respeto al libre juego democrático, por la tolerancia y el diálogo entre todos… Estas serán las únicas formas capaces de erradicar las miserias de un populismo que tanto daño ha generado en la historia.