En el siglo IV
antes de nuestra era, Aristóteles escribió Ética
a Nicómaco. El propósito del libro era sencillo: señalar a los hombres el
sentido de su existencia. ¿Para qué hemos venido al mundo? ¿Qué debemos hacer
para vivir de la mejor manera posible, para alcanzar la plenitud? Las
respuestas aristotélicas a estas preguntas fueron atemporalmente exactas: venimos
a tratar de vivir de la mejor manera posible, a conducirnos siempre de forma
moralmente irreprochable, a proponernos ser felices…
Aristóteles
relaciona constantemente el tema de la felicidad con el de la moral: solo
comportándonos éticamente podremos conocer la felicidad. No hay sabiduría sin
moralidad. No es posible la felicidad sin una ética que la sustente… Una de las
ideas centrales de Ética… es la de la
importancia de la educación como única manera de formar el carácter de un ser
humano. El temple individual ha de ser educado; y la sabiduría, que tanto tiene
que ver con firmeza de carácter, se adquiere, tal y como puede adquirirse la
percepción o el aprendizaje de la felicidad.
Todos podemos llegar
a ser felices, pero para lograrlo necesitamos sumar muchas vivencias, y haber
extraído de ellas las enseñanzas adecuadas. O lo que es lo mismo: conoceremos
la felicidad una vez descubierta la infelicidad, sabremos lo que nos conviene cuando
hayamos recorrido el áspero territorio del error y del fracaso.
Otra idea: solo
a través de la razón podemos alcanzar la felicidad. Ésta ha de apoyarse en la
experiencia tanto como en la inteligencia y la lucidez. La razón: ese gran
descubrimiento griego, ese sentido de relación entre el ser humano y el cosmos
y entre cada individuo consigo mismo, abre todas las puertas hacia la
conciencia de un significado para el tiempo vivido. Significado centralmente
apoyado en una conclusión: la conquista de la plenitud por medio de la
realización de eso que nos hace felices.
En esa parte
final de la Ética… la referida
puntualmente al tema de la búsqueda de la felicidad, Aristóteles escribe una
conclusión cuyas palabras merecen repetirse todas, una por una: “La felicidad
es lo más hermoso y lo más agradable, y estas cosas nunca podrían estar
separadas unas de otras, como lo leemos
en la inscripción del templo de Delos: ‘lo más agradable es lograr lo que uno
ama’”.
Dos mil
quinientos años después de escrita Ética…,
en el 2005, Steve Jobs, fundador de Apple
y fundamental ícono de nuestro tiempo, pronuncia ante los graduandos de la
universidad de Stanford un discurso donde se escuchan ecos de las antiguas voces
de Aristóteles. El saber no cambia, dijo alguna vez Cioran. Esto es, lo que de
veras importa, lo realmente fundamental para el desarrollo de la existencia
humana, siempre ha sido conocido por los hombres.
En su discurso,
Jobs pronuncia frases como éstas: “nuestro tiempo es limitado y no podríamos
perderlo viviendo el tiempo de otros”. O: “No dejéis que el ruido de las
opiniones de los demás ahogue vuestra propia voz interior”. O: “tened el coraje
de seguir a vuestro corazón y vuestra intuición. Todo lo demás es secundario”… Verdades de vida; deudoras de experiencias y
de la suma de muchas anécdotas y circunstancias forjadoras de un carácter. En
última instancia, todas ellas referidas a lo mismo: entregarnos a lo que amamos
hacer, a nuestra vocación; y, a través de nuestras inclinaciones, de eso que nos
apasiona y compromete con nosotros mismos, descubrir quienes somos y qué
estamos destinados a ser y a lograr; y, por supuesto, alcanzar la felicidad.
En su discurso,
Jobs habla de plenitud personal, de sentido común, de vivencias, de
revelaciones… Nada que tenga que ver con éxito, fama, dinero o poder. Jobs, un visionario
que con su propuesta de una computadora personal en las manos de cada individuo
logró transformar la historia reciente de la humanidad, no se dirige a esos
jóvenes que lo escuchan desde la perspectiva de un hombre de éxito, del
todopoderoso fundador de una de las compañías más emblemáticas de nuestro
tiempo. No: les habla como un ser humano que ha vivido y ha logrado aprender de
la vida; y que, desde sus aprendizajes, es capaz de comunicar verdades
ineludibles, esenciales.
Más allá del largo tiempo que las separa, las
palabras de Aristóteles y las de Jobs se parecen porque el destinatario de
ambas es el mismo: seres humanos que comienzan a vivir, jóvenes preparándose
para enfrentar la vida. En el caso de Aristóteles, se cree que Nicómaco fue su
hijo, o, en todo caso, uno de sus discípulos; en el caso de Jobs, sus oyentes
son esos jóvenes que acaban de finalizar sus estudios en una prestigiosa
universidad. A los dos habla por igual un maestro –como maestro es todo aquél
capaz de enunciar con sabiduría y contundencia esas voces que un discípulo precisa
y merece conocer- para comunicarles conocimientos de vida, respuestas, verdades…
Así, pues, la voz
de una de las grandes mentes humanas de todos los tiempos y la de un
extraordinario visionario que con su intuición fue capaz de transformar el
mundo, se asemejan. Las dos dicen cosas parecidas, de las dos extraemos
enseñanzas que pueden servir por igual a personas de cualquier tiempo y de cualquier
lugar, las dos nos conducen hacia conclusiones parecidas: necesidad de conocernos,
de aprender de nuestras experiencias, de llegar a ser la mejor versión de
nosotros mismos y descubrir en nuestra vida un significado que la oriente y
justifique.
Justificación preconizada,
sin duda, en la remota coincidencia entre las ideas de Jobs y las palabras de
Aristóteles, estas últimas prestadas de una inscripción tallada en el
frontispicio del templo de Delos: “lo más agradable es lograr lo que uno ama”.