Jugar nos ayuda
a inventarnos un mundo propio al margen del mundo, un espacio donde somos
protagonistas y en el que no cuentan las leyes del afuera. Las normas del juego
son creadas por cada jugador y sólo a él atañen. Eso sí, está absolutamente
obligado a obedecerlas; de lo contrario, el juego no pasaría de ser una simple
distracción, divertimento, despilfarro estéril. Todo juego dependerá siempre de muy delicados
equilibrios entre lo reglamentado y lo arbitrario, entre la urgencia de una
meta precisa y la inmensa variedad de posibilidades que puedan conducir hacia
ella. La lógica del juego es la contradictoria razón de lo sorpresivo en medio
de lo previsible, la de lo azariento por entre lo descifrable. El juego es
disfrutable en la medida en que quien lo juega sepa aprovecharlo a plenitud:
extrayendo de él todas sus posibles opciones, y aprendiendo siempre de las
peripecias vividas. El final del juego llegará cuando el jugador así lo decida,
y sólo entonces. En el juego se puede ganar y, desde luego, se puede perder.
Gana quien se entrega a su juego enriqueciéndose con la duración de ese tiempo
en el cual invirtió fe y entusiasmo. Pierde quien no obedece las reglas que él
mismo se impuso, minimizando así la importancia de su esfuerzo y debilitando
cuanto el juego hubiese podido darle. Si se juega a conciencia, el juego puede
llegar a convertirse en algo sagrado; y el jugador llegar a dedicar su vida
toda a esa pasión que lo nutre y lo rescata.
Hay una
cercanía natural entre el juego y la creación artística. En ambas están
presentes la experimentación y la búsqueda, la apasionada entrega y las
particulares normas, los itinerarios imprevistos y las aleatorias duraciones,
las metas tortuosas y las conclusiones inesperadas. El tiempo del juego y el
tiempo del arte parecieran, además, bastarse a sí mismos. Son autosuficientes,
gobernados los dos por la voluntad de un jugador-artista enfrentado a sus
revelaciones y a sus fantasías, a sus recuerdos y a sus ilusiones, a sus
ambiciones y a sus aceptadas limitaciones.