Interminables paradojas del camino: en él los aciertos conviven
con los errores y las derrotas nos acercan a victorias que lucían imposibles.
Los fracasos se
convierten en impulso hacia genuinos avances.
Vivimos la alegría
junto a la tristeza y sabemos de la fortaleza tras intuir la debilidad.
El tiempo
inhóspito deja paso a la cotidianidad cobijante y la áspera intemperie llega a
transformarse en acogedora morada.
Reconocemos lo
deseable tras saber qué nos repugna.
Somos fuertes y, a la vez, débiles.
Aceptamos eso que
somos sabiendo que siempre existirán muchas cosas que no podríamos aceptar de
nosotros.
Nuestras
frustraciones iluminarán posibles futuras alegrías, nuestros presentes
extravíos podrían convertirse en venideras certezas y nuestras actuales
convicciones augurar próximos desconciertos. Lo que más creemos saber acaso sea
lo que más groseramente ignoramos, lo que más nos atemoriza tal vez sea lo que
menos nos desoriente y lo que más nos exalta pudiera ser eso que con mayor
fuerza nos condene a la confusión.