domingo, 17 de junio de 2012

ES YA UN LUGAR COMÚN ENCABEZAR CUALQUIER CATÁLOGO DE PELÍCULAS...

     Es ya un lugar común encabezar cualquier catálogo de películas con la cinta El ciudadano Kane (1941). No me agradan los estereotipos, pero quizá no sea del todo desacertado acatar éste. Y ya que menciono estereotipos, hablaré de dos de ellos mostrados por el celebérrimo filme de Welles, relacionados, ambos, con el tema del tiempo: uno, la nostalgia por la infancia; el otro, el paso de los años como decadencia. El primero resulta bastante arbitrario: ninguna época de la vida garantiza la felicidad; felicidad y desdicha nos acechan, por igual, en cualquiera de ellas. La infancia, esa edad de la que suele decir que es la mejor de todas porque nada hay en ella que pueda preocuparnos, no es sino una más de las etapas por las que atravesamos: ni mejor ni peor que otra, aunque, eventualmente, terrible en su indefensión, en su dependencia de un universo adulto casi siempre lejano y casi nunca comprensible. El segundo estereotipo, el de la edad concebida como progresiva decadencia, sí que nos rodea constantemente; y el filme de Welles lo reproduce en esas numerosas y largas escenas de acumulaciones de objetos preciosos e inútiles, atiborrando todos los aposentos de Xanadú, la mansión donde agoniza Charles Forster Kane, gran magnate de la prensa norteamericana. Entre la feliz infancia de Kane, cuando éste era sólo un niño que jugaba despreocupadamente en la nieve con su trineo “Roseboud”, y el momento de su muerte, en una horrorosa mansión abarrotada de todas las posesiones que Kane logró acumular en vida, casi como un patético remedo de las tumbas de los antiguos faraones, media una versión de la decadencia: ésa que habla de sucesiones de actos y decisiones que, sin una ética que los acompañe, sólo logran sumar error, fracaso y derrota.