En un trabajo que leí hace algunos años, se señalaba al
bufón de las cortes medievales y renacentistas como uno de los antepasados de
los modernos seres de palabras. El bufón de la corte era un profesional de la
irreverencia capaz de hacer reír a costa de lo instituido y aceptado por todos.
Nadie estaba a salvo de sus burlas. Su poder era su inteligencia y su agudeza.
El bufón debía poseer “gracia”: maestría en el dominio de su ingenio. Al bufón
se le podía personar todo, todo menos no ser ni ocurrente ni divertido. Se le
exigía habilidad en el juego intelectual, maestría en la pirueta verbal. Alguna
vez he comentado que, en nuestros días, pudiera existir otra acepción posible
para la imagen del bufón vinculada al ser de palabras. En el bufón encarnaría, por
ejemplo, el escritor demasiado plegado a las exigencias y a las normas del
mercado. La vieja agudeza del bufón se proyectaría en la habilidad del escritor
para saber decir eso que se precisa decir, para escribir eso que se sabe
necesario escribir. El bufón sería el escritor que hace de su palabra fuego
fatuo; del intelecto, divertimento; y
de la idea y la imagen, risa y diversión. El bufón se identificaría al ser de
palabras que distrae y cobra por hacerlo. Esencialmente, el bufón no es libre.
Puede ser rico y famoso, pero no es libre. Es un creador sin independencia, una
secuela más del moderno culto al dinero. Su palabra estaría, sobre todo,
vinculada a las leyes y a los principios del mercado.