En su libro La poética del espacio, Gastón
Bachelard define como expresiones extremas del espacio de la casa la concha del
caracol y el nido de las aves. El caracol, dice Bachelard, lleva siempre
consigo su propia casa. Ésta forma parte de su cuerpo. Casa y cuerpo van
construyéndose, juntas, a lo largo de la vida del animal. La casa del caracol
es la lenta y continua formación que lo cubre y lo protege. Cuando el caracol
muere, su cuerpo desaparece y queda sólo la concha vacía: un símbolo de la vida
ausente, un emblema de la desaparición de lo que alguna vez moró en ella. El
nido, hogar del ave, simbolizaría la morada íntima construida por las más
personales vivencias y afectos del ser humano. El nido no sólo protege: también
esconde, aísla, aparta. El nido es el espacio natural de los enamorados. Es,
según Bachelard, “una morada suave y caliente”, una “casa para la vida.” Y, sin
embargo, la inmensa fuerza afectiva del nido, pareciera contradecirse en su
fragilidad: cualquier cosa podría deshacerlo, desbaratarlo. Es frágil y, a la
vez, intenso. Casa-nido y casa-concha: visiones extremas de ese sentido de
protección y pertenencia que posee la casa, versiones máximas de nuestra muy
humana necesidad de identificación y cobijo.