La palabra que testimonia perpetúa al testigo. Ella dice a los lectores
que un ser humano que escribió y se describió, alguna vez estuvo vivo, existió.
Escribo esto y viene a mi memoria acaso el más famoso –y más trágico- de los
ejemplos de una palabra autobiográfica en el siglo XX: El diario de Ana Frank, desgarrador testimonio de una jovencita
que, en medio del horror de un mundo que se desmoronaba, se propuso escribir su
trágica cotidianidad encerrada en una buhardilla, atestada de seres que, junto
a ella, compartieron su doloroso esfuerzo de supervivencia. Y en medio de esa
atmósfera irrespirable, Ana Frank se escribió y se nombró a sí misma, fijó su
rostro ante una posterioridad que sabía que no habría de pertenecerle. Ana
Frank enfrentó su destino a través de su palabra. A fin de cuentas, su
escritura terminó por rescatarla a ella y a millones de seres humanos como
ella, del desvanecimiento implacable. Su voz, hecha escritura, permanece por
siempre identificadora del rostro y del destino de tantas y tantas víctimas.