Jorge Luis Borges me enseñó que las palabras podían ser
mucho más que sólo palabras, y que nuestros espejismos podían convertirse en la
más valiosa de las inspiraciones; que nuestras lecturas podían ser tan
importantes como nuestras experiencias de vida, y que nuestros asombros
podían hacerse voces que se justificaba construir y reconstruir una y mil
veces; y que escribir
significaba trabajar una palabra que era, esencialmente, una, una sola la voz
que nos permitía reunir razones, sentimientos e imaginarios. Me enseñó que lo que para muchos podía ser
banal, para otros podía llegar a convertirse en algo sagrado, y que las anécdotas transmitidas por algunos libros
que amábamos leer, resultar tan firmes como los eventos reales de nuestra
experiencia, y que los límites entre lo real y lo imaginario podían ser muy
ambiguos, muy tenues. Me enseñó, también, que nuestras devociones literarias
podían terminar por constituir una suerte de canon que, de algún modo, podía,
incluso, alcanzar a justificarnos.