Enrique Bernardo Núñez había
escrito Cubagua en 1929. Dos décadas
más tarde, publica La ciudad de los techos rojos, un libro testimonial
donde describe cómo el presente petrolero está aniquilando tres siglos de
historia caraqueña. Trescientos años reducidos a escombros en medio de una
voracidad urbanística que, brutalmente, arrasaba la vieja ciudad, el país
anterior. El siglo XVIII, dice Núñez en uno de los artículos del libro, es “un mendigo
sentado a la puerta de una de esas casas vetustas"; un ser harapiento
que parecía desagradar a todos. Hace algunos años escribí sobre este tema[1]:
“Nuestro país se incorporó tarde al siglo XX: consecuencia de ese retraso fue
el afán de los venezolanos por ser modernos y serlo pronto, por mostrar a los
cuatro vientos los signos de su modernidad; renuncia, también, a todo lo que
fuese antiguo, a cuanto oliese a vejestorio deudo del pasado. Rápidamente,
desaparecieron viejísimas casonas emparentadas al principio de nuestro
itinerario nacional. Desaparecieron iglesias y conventos, plazas y calles. Con
brusquedad, se borraban siglos de tiempo y de memoria: Venezuela compraba con
petróleo su irracional transformación.La irrupción del petróleo trajo la imagen
de una Venezuela que recuerdan las
fotografías de ese entonces: urbanizaciones con vago aspecto de repetidos
campos petroleros, casas de habitaciones con aire acondicionado, recortados
jardines, grandes automóviles de líneas semi redondeadas estacionados ante la
puerta de amplios garajes. Nuevos diseños, diferentes espacios. Nada debió
contradecir más esas presurosas aspiraciones de modernidad que la estampa de
viejos caserones de macizas paredes y
numerosas habitaciones rodeando un
patio central. No eran chic esas casonas. Lo chic era vivir en
las nuevas urbanizaciones, habitar la casas nuevas, sentarse sobre los muebles
nuevos. Las viejas familias se deshicieron de sus propiedades familiares,
vendiéndolas a los emprendedores urbanistas. Un necesario y eventual comprador
que hubiese podido interesarse en conservarlas -el Estado- no apareció por
ningún lado. Al resplandor del status y al anhelo del progreso se
sacrificaron demasiadas cosas: belleza, tradición, autenticidad, cultura:
costosísimo impuesto.”
A pesar de la ligereza con que
los venezolanos parecían estar viviendo los dramáticos cambios que se producían
en el país, en medio de la manera abrupta e irresponsable como todo se estaba
transformando, se generalizó una
visión: la del petróleo como “maldición”. No por el petróleo en sí, sino por la
forma como se percibía que se desaprovechaba su riqueza. La celebérrima frase
de Arturo Uslar Pietri: “Hay que sembrar el petróleo”, terminó por convertirse
en el código que ilustraría la manera en que la fiesta petrolera fue percibida.
Para 1954, las más visibles transformaciones introducidas por la dictadura
perezjimenista: amplias concesiones a las grandes compañías transnacionales del
petróleo, realización de grandiosas y muy llamativas obras públicas, no
lograban ocultar la realidad de un país profundamente distorsionado: de un
lado, la Venezuela de la aparatosa grandilocuencia de las metamorfosis
caraqueñas; del otro, una provincia, en general, tan atrasada como lo había
estado siempre. Casas muertas, escoge la representación de ese país que
permanece aún en el olvido y la miseria. La nación del bullicio petrolero está
ausente de sus páginas. Más de veinte años atrás, la novela Cubagua
había revelado el encierro en que vivía Venezuela. Casas muertas muestra
que, en muchos sentidos, el encierro aún perdura; que siguen existiendo todavía
muchas ruinas en el país.
En 1958 Salvador Garmendia publica su novela Los pequeños seres. En ella califica a los habitantes de la ciudad
de “pequeños” y describe los espacios citadinos como interminable pequeñez y
deterioro. La ciudad de Garmendia es la ciudad reducida y desagradable: la de
las pensiones de “aire pobre” y “olor agrio de paredes húmedas”; la de los
limitadísimos apartamentos en los que “podía verse ... tantas cosas mustias,
apocadas, vilmente envejecidas en sus rincones ... cuartos sofocantes”. La
moderna ciudad de Garmendia es, a fin de cuentas, también espacio de encierro;
clausura convertida, ahora, en sordidez y distorsión, desecho y desarmonía. Un
espacio encerrado del que, como sucedía con el moribundo Ortiz o con la abandonada
Cubagua, también provoca escapar. Pero la huida es imposible. La ciudad
encierra a sus habitantes y los condena a ser “figuras de desánimo que arrojan
su vacío y abandono”. Que los condena, sobre todo, a la mediocridad y al
fracaso.
Como un emblema, como una
consecuencia central o como un único resultado imaginable, el fracaso es el
corolario y, a la vez, el telón de fondo de ese mundo donde actúan los
personajes de la última novela de Meneses, La misa de Arlequín. Fracaso
en medio de los lugares miserables, mediocridad y autodestrucción reflejadas
sobre espacios de “mala muerte”: pequeños bares, pensiones y hoteles baratos:
“Llamo hotel a esta casa donde me dejan un cuarto pequeño y sucio”.
Mucho más recientemente, Viejo,
la última novela de Adriano González León, presenta a los espacios urbanos como
invasoras desarmonías que inundan el pequeño cuarto donde permanece el
protagonista: un anciano que fantasea y recuerda; testigo de tiempos idos cuyas
verbalizaciones, autocompasivas letanías, llegan hasta nosotros, lectores, a
través de su voz, tan opaca y reducida como el lugar que lo enclaustra: “Yo
pongo aquí estas palabras para hacerme el loco y no entender, no querer
entender que la miseria y la tristeza se están metiendo por las puertas, se están
metiendo por las rendijas.”
También podría relacionarse el
encierro de las alusiones novelescas con el encierro como estructura presente
en algunas novelas. La misa de Arlequín, por ejemplo, es, toda ella,
construida como un espacio encerrado. Igual que en el juego de la muñeca rusa,
donde una figura encierra a otra más pequeña que repite exactamente a la
anterior, y así sucesivamente hasta llegar a la última de las figuras: una
mínima reiteración de la primera, la estructura de La misa de Arlequín
es una suma de fragmentos repetidos y reflejados en otros fragmentos... Y, al
final, todo termina por revelar sólo vacío.
Abrapalabra, por su parte, es una
contradictoria espacialidad de desmesuras empequeñecidas y de totalidades
minimizadas. Es, sobre todo, una paradójica espacialidad de desorientadoras
clausuras. “El mundo se
crea y se acaba en cada instante”, leemos en una de sus páginas. O sea: cada
nueva palabra puede comenzar el mundo o terminarlo. Todo fragmento narrativo
puede ser una alusión posible de la totalidad universal. Y Abrapalabra
pareciera proponerse reconstruir esa totalidad desde la incesante
proliferación de todos los retazos y fragmentos imaginables. Uno de sus personajes comenta:
“Mi diversión favorita en las calles que es desincronizarlas, cortarlas en
lonjas de hace unos minutos o dentro de unos minutos produciéndose así el
despedace...” Abrapalabra funciona, precisamente, como un “despedace”
interminable: destazamiento de muchas cosas, colosal suma de discontinuidades y
deshilvanada hilvanación de itinerarios sin fin.
Abrapalabra pareciera querer nombrarlo todo
desde una voz concebida como conjuro mágico, aleph en el que todo principia y
todo termina, signo a partir del cual percibir todas las cosas y todos los
conocimientos. Su título mismo alude a esa visión de la palabra como objeto
mágico o voz clave. Abrapalabra: abracadabra: talismán o filacteria capaz de
conducirnos hacia los más hondos significados de la realidad. Pero desde la
lectura de sus primeras páginas, resulta claro que eso no será posible, que las
piezas del gigantesco rompecabezas novelesco no alcanzarán a unirse
debidamente, que un esclarecedor sentido final para ese mundo inmenso y dispar
construido a lo largo de más de seiscientas páginas, acaso resulte por completo
inaccesible. Imagen de la palabra, pues, como trampa, encerrona o
escamoteo; construcción inacabada o travesía interminable hacia el enigma que
aguarda al final del camino.
Si escribir una novela implica construir un
mundo según sistemas de leyes precisos, Abrapalabra escoge construir el
suyo a partir de una ley esencial: el desorden. Es su opción: edificar el caos
desde el caos, hacerse incoherencia que nombra lo incoherente. Como se dice en
una de sus páginas: “El hombre sacudió el sello de las cadenas de palabras que
llamamos ideas/ Y el mundo perdió su forma y su sentido/ El hombre sacudió la
cadena de ideas que llamamos memoria/ Y los torrentes de la sensación inundaron
la mente sin prestar servidumbre a la experiencia que hubiera podido encauzarlos/
El hombre sacudió la cadena de memorias que llamamos cultura/ Y perdieron su
ser las civilizaciones...” Palabra e imagen, imagen e idea, idea y memoria,
memoria y cultura: encadenamientos de secuencias expresivas y de realidades
naturalmente complementarias que en Abrapalabra parecieran hacerse sólo
verbalidad de la dispersión, de la irradiación confusa o del desparramo
interminable.
Britto García ha declarado que
“en un mundo sin Dios no hay voz única, sino silencio o tumulto ... No hay
palabra inocente.” No hay inocencia en las palabras porque todas apelan a una
opción, porque todo decir es escogencia. Murmullos o vociferaciones, balbuceos
o gritos son, todos, modos expresivos de un nombrar, significativas entonaciones. Abrapalabra escoge
hacerse entonación de lo inverosímil, de lo inacabado, de lo confuso, de lo
irreductible, de lo desconcertantemente abrumador. Estéticamente, la forma que
mejor podría definirla sería la de un laberinto. Todo en el laberinto resulta
paradójico. En él lo ilimitado es evocado desde lo limitado y lo inabarcable es
perceptible desde el encierro. En Abrapalabra la forma laberíntica es una consecuencia de ese
propósito novelesco por aludir a lo total desde lo parcial y por revelar lo
perenne a partir de lo momentáneo. El resultado final es la absoluta
desorientación: el lector se pierde por entre esa gigantesca acumulación verbal
encerrada en muchísimos retazos de expresivas fragmentaciones.
Desconcertante o no, el laberinto es recorrible y debe
ser recorrido. Hacerlo será como armar un rompecabezas: crear sentido allí
donde sólo existían el vacío y la dispersión. Pero si, en el caso del
rompecabezas, cada una de las piezas es una parte de la solución, una
insinuación de la respuesta final; en el laberinto, cada paso emprendido puede
arrojarnos más profundamente en la confusión. Recorrerlo será igual que
tratar de armar un rompecabezas absurdo cuyas piezas hubiesen sido diseñadas
para no reunirse. Abrapalabra
es como el laberinto o el rompecabezas irresoluble. No hay desentrañamiento
final en sus páginas: sólo testimonios, revelación de muchísimas
imposibilidades.
Pero la imagen del laberinto
podría ofrecer, también, otra opción: la del aprendizaje. Llegar hasta el
centro del laberinto y, desde allí, lograr descubrir su salida, sugiere una
sabiduría extraída de ese recorrido que nos permitió escapar a lo inextricable.
Laberinto, en suma, como reto a vencer, como vivencia que nos ofrece profundos
conocimientos, quizá principalmente acerca de nosotros mismos. Y ésa es otra posibilidad
que ofrece también Abrapalabra:
ser construcción que nos permite, por entre todas sus confusiones, percibir
imágenes, intuir entonaciones, avizorar respuestas. Por entre la incongruencia
y el caos, vislumbramos en la novela comprensiones, razones, verdades.
Entrevemos en ella, fugaces, los destellos de muchos significados. En suma:
aprendemos de sus páginas de la misma manera en que podemos aprender del
sentido de nuestros pasos recorriendo el laberinto y extrayéndonos lentamente
de él.
[1] Ver: “Símbolos,
tiempo y memoria nacional”, en: La mirada, la palabra, Caracas, Academia
Nacional de la Historia, col. El libro menor, 1994