La comunicación, desde luego esencial a toda
escritura, no es la única razón por la cual escribe un ser de palabras. También
lo hace para sí mismo: para hablarse y entretenerse, porque le place hacerlo,
porque no puede vivir sin hacerlo, porque está en su destino hacerlo. Y su
escritura se convierte para él en su descubrimiento, en su apoyo, en su juego.
Jugar con las palabras: apasionante entrega a un esfuerzo que se propone
extraer de las voces sus muchos significados posibles y combinar sus sonidos y
relacionar sus texturas; que trata de dibujar y tallar y esculpir esa materia
prima que son las palabras. Ningún escritor, genuino y honesto escritor
realmente merecedor de tal nombre, podría imaginar siquiera modificar su
escritura en beneficio de la atención de los lectores. De lo que se trata, de
lo único que podría tratarse para él, será de vivir para su escritura y no
necesariamente de vivir de ella. Para algunos seres de palabras, el resultado
de su juego logrará, afortunadamente, coincidir con eso que muchos lectores
quieran leer o disfruten leer o necesiten leer. Será, entonces, el afortunado
hallazgo del libro que logró encontrarse con el gusto de su tiempo. En general,
suele ser la distancia de los años la que determina la trascendencia de los
libros; pero, a veces, alguno en particular logra muy rápidamente
reconocimiento y éxito. Es el libro que fue capaz de traducir certeramente
algún significado particular en las comprensiones humanas, que logró
ejemplarizar alguna forma de referencia. Fijación temprana del libro que supo
qué decir y de qué manera hacerlo, que logró expresar algo que llegó a borrar
para siempre alguna forma de silencio; o que descubrió entonaciones que, a
partir de él, se hicieron tonalidad reconocible por entre todos los paisajes humanos.
En ocasiones, algunos textos van más allá y llegan, incluso, a coincidir con
significados comprensibles en todos los lugares y en todas las épocas. Será,
entonces, el caso privilegiadísimo de libros atemporales consagrados por las
infinitas lecturas de los hombres: encuentro perenne entre las voces que un ser
de palabras vivió, concibió y escribió en un momento y un lugar determinados y
las comprensiones que los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares
arrojaron sobre ellas. Unos y otros: los inolvidables y los olvidados, los
famosos y los desconocidos, los publicados en tirajes de millones de ejemplares
y los editados en apenas unos cuantos centenares: todos los libros, si merecen
realmente su nombre, si son la consecuencia del esfuerzo genuino de un ser que
creyó en su obra y que lo apostó todo a ella, existen. Están allí y forman
parte de las visiones humanas. Son un signo. Poseen un valor.
Pero cambian los tiempos y, junto con ellos,
cambian también las herramientas de la escritura y los mecanismos de su
recepción. Nuestra época de desasosiegos y de prisas ha conocido la llegada de
la Internet: comunicación virtual dentro de los ilimitados lugares del
ciberespacio. Para un creciente número de seres de palabras, la Red se
convierte en morada posible para sus voces; un sitio dentro del cual ubicarse o
en el que poder desplazarse; un territorio donde permanecer y donde ser
percibidos. Dentro de la Red, las palabras existen para ser leídas por todo
aquél que pueda contemplarlas. Ella funciona, de un lado, como una colosal
imprenta virtual capaz de permitir a todo ser de palabras publicar
inmediatamente cuanto escriba; del otro, como una infinita biblioteca en la que
pueden contemplarse todas las voces, vislumbrarse todas las imágenes, escucharse
todas las ideas. La Internet ha significado la libertad de una escritura que se
mueve hacia todos los lugares; más independiente del juego editorial de los
mercados y de la promoción de libros, más capaz de darse a conocer por sí
misma... Y, a fin de cuentas, ¿no fue ése, no debió haber sido siempre ése el
propósito esencial de la escritura literaria, la razón de ser de las voces
escritas?
Stendhal dijo haber escrito sólo para el futuro:
para ser leído, entendido y apreciado por los lectores del mañana. En el futuro
está dibujado el destino de los libros. Él los confirma, los consagra o los
olvida. Pero ante el impredecible futuro de las valoraciones; relacionadas, a
veces, con las más imprevisibles, mercenarias y aleatorias de las razones:
moda, oportunidad, suerte, prestigios creados, existe, muy real y corpóreo, el
presente de la escritura: ese tiempo que significó muchas cosas para quien lo
vivió, para quien lo construyó: evento, compañía, desahogo, justificación,
refugio, rescate, juego...