martes, 26 de abril de 2011

SOBRE EL TEMA DE LA MUERTE: ALGUNAS REFLEXIONES

Lo único absolutamente cierto que todo ser humano puede conocer de su destino es la muerte. Sabemos que vamos a morir. Y en la vida, ésa es la más exacta de las certezas. La muerte sella, con su sentido o su sinsentido, nuestra vida; y, como un símbolo final, dibuja minuciosamente la forma en que ella será recordada.



Con lo terrible que pueda ser para los hombres la visión de la muerte, ésta parece resultar mil veces preferible a la opción de la inmortalidad. Una vida infinitamente prolongada, una muerte que nunca llega, es algo que los seres humanos hemos convertido en una de nuestras más espantosas pesadillas. Se asocia, por ejemplo, con la imagen del vampirismo y los vampiros: siniestros seres de la noche, condenados por toda la eternidad a alimentarse únicamente de la sangre de sus víctimas. En otra grotesca imagen de la inmortalidad, entresacada esta vez de las páginas de la literatura universal, Los viajes de Gulliver, su autor, Jonathan Swift, ilustró con terrible ironía la parodización de una vida interminable. En un país al que Gulliver llega en sus muchos recorridos, existe una raza de seres: los inmortales. Individuos que nacen con el signo de la eternidad escrito en sus cuerpos. Jamás conocerán la muerte. Su sociedad acoge el nacimiento de cada nuevo inmortal como una terrible desgracia. La descripción que hace Swift de ellos es la contrapartida espantosa de cualquier ilusión de eternidad: figuras miserables, condenadas a arrastrar por todas las edades sus cuerpos en un inacabable proceso de deterioro. El peor castigo de los inmortales es, precisamente, no morir: la agonía de su final sin fin.




Sin embargo, los hombres, aunque aterrados ante la posible inmortalidad de nuestros cuerpos, pareciéramos haber anhelado siempre la inmortalidad de nuestro recuerdo, de nuestras obras. Permanencia no de nuestra figura viva sino de nuestras creaciones vivas; que nuestras huellas, nuestras experiencias, nuestros aprendizajes permanezcan aún después de nuestra muerte, y que ésta no nos sumerja en un definitivo olvido. La obra de arte sería el más expresivo recuerdo de un ser humano que existió y supo dejar un testimonio de eso que fue su vida. La obra de arte eterniza al artista. Hace que los rasgos de su rostro permanezcan vivos, legibles, expresivos de los instantes que sólo a él pertenecieron. La obra de arte hace, por ejemplo, de una pasión, forma capaz de sobrevivir a la propia muerte, como lo logra Quevedo al escribir uno de los más bellos poemas de nuestra lengua: “Alma a quien todo un Dios prisión ha sido,/ venas que humor a tanto fuego han dado, médulas que han gloriosamente ardido:/ su cuerpo dejarán, no su cuidado;/ serán ceniza, mas tendrán sentido;/ polvo serán, mas polvo enamorado.” La palabra del poeta eterniza un sentimiento capaz de superar todos los silencios e imponerse a todos los olvidos.




A finales del siglo pasado, Federico Nietzsche postuló un nuevo significado para la muerte: alegoría de la muerte de Dios, algo que, según él, permitiría a los seres humanos apostar a su suficiencia, a su confiada y altanera soledad. La imagen de la muerte de Dios, sin embargo, habría de concluir generando uno de los grandes desgarramientos de los tiempos modernos: la convicción del absurdo de la existencia humana. El hombre todo puede aceptarlo, todo menos una falta de sentido guiando su tiempo. Hace un siglo Dostoyevski dijo que si Dios no existía todo estaba permitido. Cien años después, Sartre repite lo mismo a su manera: si el tiempo no tiene sentido, entonces nada lo tiene. O sea: si no existe más que este ahora que toco y que vivo, entonces la vida se convierte en vacío, en nada. La célebre “náusea” de Sartre no es otra cosa sino el asco del hombre ante una existencia absurda por indescifrable.




Ernst Jünger ha dicho que el miedo central del hombre, el miedo de los miedos, el que los explica o los contiene a todos, es el miedo a morir. En estos días, ese temor aparece muy relacionado con la convicción del hombre de sus propios y desmesurados errores; asociado, por ejemplo, a la insensatez de la proliferación de las armas nucleares o a la producción interminable de desechos o a la destrucción de gran parte de los ecosistemas. Es un miedo dibujado, además, sobre muy reales imaginarios: una llamarada atómica, el agujero de la capa de ozono, los océanos y las selvas contaminados... Y, junto al miedo a la muerte colectiva es, tal vez sobre todo, el temor a la desaparición de la humanidad. Horror al desvanecimiento de todos, a que nada quede de nosotros para testimoniar que estuvimos aquí, que fuimos. Cada vez más, los hombres imaginamos la conclusión de nuestro protagonismo bajo la terrible –y poética- imagen de un desvanecimiento absoluto, de un apocalipsis. Alegoría identificada, por ejemplo, con el imaginario de los célebres “abismos negros”, tan familiares, por lo demás, a la física de nuestros días. Ellos parecieran convertirse en una parábola de esa aterradora y absoluta nada con que los hombres de este fin de milenio visualizamos una posibilidad de nuestro porvenir: la muerte de éste.


Ante la visión de la muerte individual, queda abierto ante el hombre el doble camino de la resignación o de la desesperación. De esta última nada diré. Me referiré, sí, a la resignación que considero como única alternativa frente a lo ineludible. Recuerdo las imágenes de Los conjurados, el último libro de Borges: “Sólo me queda la ceniza. Nada/ Absuelto de las máscaras que he sido,/ seré en la muerte mi total olvido”. A fin de cuentas, tal vez sea ésta una de las más dignas y tranquilizadoras opciones ante la muerte: contemplarla como ese territorio al que un ser humano, ya cansado de vivir, desea refugiarse para siempre y, sosegadamente, ocultarse de los vivos y de la vida.