Escritura para asomarnos al mundo y explorarlo desde la particularidad de nuestra subjetividad interior, de nuestra mirada y nuestra palabra. Pero, con esa palabra nuestra… ¿Decir qué? Principalmente esas verdades y esas convicciones que fueron dando forma a nuestro tiempo, a nuestra propia realidad. Escribir nos permite relacionarnos con el mundo desde una voz surgida de un centro que somos; morada poblada con nuestras creencias y sueños, con nuestras ilusiones y recuerdos, con todo eso con lo que, de una u otra forma, respondemos a la vida. Y se trata de hacerlo con voz que sea una, una sola y siempre la misma. Tal como lo veo, la escritura no podría nunca dejar de reunir dos realidades: de un lado, dibujar palabras con las que expresar imágenes e ideas; del otro, convertir las voces en finalidad en sí mismas.
Suele definirse a la escritura como el más solitario de los oficios, y al escritor como un ser naturalmente obligado a la soledad. Afirmación muy cuestionable. Si bien es cierto que solitariamente escribimos, lo hacemos siempre con el convencimiento de un destino y de un destinatario para esas voces nuestras encargadas de expresar verdades que nos resulta imposible callar; imperativo de colocar nuestras palabras al servicio de la comunicación de ciertas respuestas a la vida.