Existen toda clase de verdades. Están las verdades terrenas, a mitad camino entre entrevistos cielos y entrevistos infiernos; o las verdades compañeras de las más transparentes revelaciones; o las insulsas verdades repetidas por muchos muchas veces; o las verdades engañosas, tramposos vislumbres de lo falaz y lo equívoco; o las verdades incómodas, siempre ásperas en sus punzantes mordeduras; o las verdades comprometedoras, que obligan a tomarlas en cuenta sin perder de vista su injerencia en nuestras vidas; o las verdades asombrosas, susceptibles de llamar la atención por sus siempre sorpresivas alusiones... Y existen, igualmente, verdades como la esperanza, la perseverancia, la autenticidad, la honestidad, la libertad: genuinas, insoslayables, atemporales, indestructibles...
Son y serán siempre verdaderos los propósitos por reunir lo posible y lo real. Verdadero cuanto logre sostenernos a lo largo del tiempo. Verdadero aquello de lo cual alejarnos significaría dejar de ser nosotros mismos. Verdaderos los acuerdos entre nuestras ilusiones y nuestra memoria; y, por último, verdaderos los espacios conquistados en nuestro nombre