viernes, 29 de enero de 2021

SOBRE LA AUTORIDAD

 

    El ejercicio de la autoridad ha de relacionarse siempre con lo justo y lo prudente. Recuerdo un pasaje del Principito, donde el personaje del Rey explica al Principito la norma esencial de todo ejercicio de autoridad: no esperar de los otros comportamientos o respuestas imposibles. Repito sus palabras:  —“Sólo hay que pedir a cada uno, lo que cada uno puede dar … La autoridad se apoya antes que nada en la razón”.

jueves, 21 de enero de 2021

DOS NOVELAS A DOS SIGLOS DE DISTANCIA

 

A comienzos del siglo XVIII, Daniel Defoe publicó su relato sobre un náufrago llamado Robinson Crusoe. Todo en esa novela expresaba certeza en el futuro: la inteligencia occidental reharía el mundo, la naturaleza se convertiría en el bien material del hombre civilizado, la voluntad de dominio europea abriría para el porvenir las puertas de un definitivo control del tiempo y de la historia.

En 1954, William Golding publicó El señor de las moscas, una novela que desarrollaba también el tema del naufragio y la consiguiente anécdota de supervivencia. Pero la trama de El señor de las moscas es la macabra contrapartida de las anteriores heroicas hazañas de Crusoe. Ella describe la aventura de un grupo de niños, internos en un exclusivo colegio, que, tras caer al mar el avión en que viajaban, van a parar a una isla desierta. Aislados, tratan de sobrevivir repitiendo las formas de convivencia del mundo adulto que les es familiar. Sin embargo, poco a poco, la mayoría de ellos es víctima de una regresión que termina arrastrándolos hacia el embrutecimiento, la crueldad e, incluso, el crimen. El oportuno rescate final los salva de una muerte cierta a la que parecían condenados en la peor forma de decadencia: la que impide, incluso, la posibilidad misma de sobrevivir.

La novela de Golding, exacto opuesto al mito robinsoniano, expresa dos desconfianzas: una, ante el tiempo; la otra, hacia los otros. El tiempo es dibujado como un feroz y arriesgado ahora que borra cualquier forma de memoria y niega toda posibilidad de futuro. El otro es un amenazante adversario, un interminable peligro. La vulnerabilidad colectiva es consecuencia de la degradación del grupo. El grupo es frágil porque el yo y los otros no conviven; subsisten sólo en medio de la decadencia. La imprevisibilidad del tiempo es consecuencia de la fragilidad del nosotros. No existe el porvenir porque no existe el "nosotros", no hay futuro porque se ha borrado lo "nuestro".

Si Robinson Crusoe dibujaba imágenes que expresaban, sobre todo, confianza en el tiempo -seguridad en el presente y fe en el futuro-, El señor de las moscas expresa ahora todo lo contrario: incertidumbre en el presente y una dramática ausencia de futuro. Si el destino de Robinson era el crecimiento, el de los niños de la novela de Golding es la autodestrucción. En suma: el largo paréntesis que separa los comienzos del siglo XVIII del final del siglo XX, es un largo itinerario que señala definitivos cambios en las miradas, las comprensiones y, sobre todo, en las esperanzas de los hombres.

viernes, 15 de enero de 2021

UNA ELOCUENCIA NECESARIA

 

    Tras la Primera Guerra Mundial, el poeta Hugo von Hofmannsthal, pudo escribir que, después de tanto horror como el mundo acababa de conocer, era “indecente la elocuencia”. Indecente resultaría, así, hablar muy directamente, o pretender nombrar con demasiada nitidez o excesiva contundencia, o pretender trascender junto a las propias voces. Décadas después, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Theodor Adorno haría un comentario parecido al de Hofmannsthal: “Toda cultura después de Auschwitz no es sino basura”.

    En espacios con el nuestro, venezolano, latinoamericano, resulta todavía posible -y aún más: necesario- creer en la elocuencia de voces necesariamente relacionadas con ideales y esperanza. Confianza, y sobre todo esperanza, en voces de seres capaces de nombrar a partir de humanos compromisos con su realidad. Empeñados en decir desde eso que Ortega y Gasset definía de “entusiasmos necesarios”.

   Una peculiaridad de nuestra América Latina, de Venezuela, ha sido la inmensa diferencia entre una realidad real y una realidad deseable; abismal separación, por ejemplo, entre lo proclamado por muy perfectas constituciones y la verdad social. Los latinoamericanos, los venezolanos, solemos ser muy escépticos ante leyes nunca tomadas demasiado en serio e instituciones muy poco creíbles. Aceptamos con naturalidad que la escritura de la Ley muy rara vez se relaciona con la verdad del entorno. Y algunos de nuestros intelectuales comprometen sus voces en la denuncia de esa realidad.

    En Venezuela el caso más dignamente reconocido de la elocuencia de una voz fue, sin duda, el de Rómulo Gallegos. A pesar de haber alcanzado la presidencia de la República no fue un político. Era un pensador, un idealista, un maestro que entendió que solo a través de la educación sería posible formar a individuos capaces de mejorar a la sociedad venezolana. Pensaba Gallegos que únicamente a través de una educación encargada de fortalecer valores democráticos podría finalizar en Venezuela la interminable amenaza de demagógicos mesianismos, la sumisa expectativa popular ante las promesas de reiterados embaucadores. Leyes e instituciones para enfrentar a presidentes de turno empeñados en hacerse obedecer y en beneficiarse de la obediencia colectiva.

    Gallegos fue un maestro. Como tal, sus lecciones impartidas en el Liceo Caracas (hoy Andrés Bello) durante la segunda década del siglo XX, fueron escuchadas y compartidas por los protagonistas esenciales de la modernidad política venezolana. Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, Jóvito Villalba, Luis Beltrán Prieto Figueroa… Como dijera alguna vez este último: “La generación del año 28 se aprestaba en el Liceo Caracas teniendo como ductor a Gallegos”.

    A pesar del tiempo transcurrido, los ideales de Gallegos permanecen vigentes en Venezuela. A casi siglo y medio de su nacimiento y a cincuenta años de su muerte, la fuerza de su voz sigue comunicando la elocuencia de un idealismo apoyado en la fe en lo individual dentro de lo que él llamaba el “imperio de la ley”. Exaltación del individualismo y exaltación de la libertad individual en una sociedad respetuosa de una separación de poderes sin la cual será siempre del todo imposible la instauración de un régimen democrático. La elocuente voz de Gallegos supo describir nuestra realidad venezolana. Narró historias sobre nuevos protagonistas, describió diferentemente viejos mitos nacionales, interrogó a su tiempo para descubrir ciertas ineludibles respuestas. Su elocuencia sigue haciéndonos falta a los venezolanos. Resuenan sus ecos en las voces de quienes, hoy, se enfrentan a las terribles paradojas de una Venezuela miserable en medio de la abundancia y a una realidad política de totalitario encierro tras haber conocido más de cuatro décadas de libertad democrática.