sábado, 27 de febrero de 2016

SANTIAGO: ÚLTIMAMENTE HE RECORDADO MUCHO UNA PELÍCULA...


Santiago: últimamente he recordado mucho una película, Cinema Paradiso, filme que, de muchas formas pasó a convertirse en una especie de código entre tú y yo. (Me repetiste, muchos años después de haberla visto juntos, la frase que tanto había logrado conmoverme: ésa en la que el viejo proyectista de la sala del viejo Cine “Paradiso” de un pequeño pueblo italiano, le dice a su joven amigo, un adolescente amante del cine, antes de que éste parta a Roma en busca de fortuna dentro del mundo del Séptimo Arte, y donde se convertirá en famoso director: “ya te he oído hablar bastante, ahora quiero a los demás oír hablar de ti”). De muchos modos fue una escena premonitoria de esa realidad que terminó por darse entre nosotros: tú, siguiendo tus ilusiones, inmerso en ese mundo que era el tuyo, universo poético de imágenes y formas y esfuerzos físicos que te conducían hacia nuevas alturas por conquistar… Y, luego, ya no te escuché más. No escuché más tu voz; pero, en su lugar, y como lo había dicho el personaje del cine “Paradiso”, empecé a otros oír hablar de ti. Y fue hermoso escuchar lo que tenían que decir sobre tu condición humana, tu nobleza personal, tu integridad de artista... Era, de muchos modos, el cumplimiento de aquella escena de tantos años atrás: el maestro –el padre o el maestro, como prefieras- diciéndole al discípulo esas palabras que no venían a significar otra cosa que: “crece, sé tu mismo, alcanza tus sueños y logra que esos sueños conquistados permitan a otros hablar de ti y que esas voces ajenas traigan a mí el sentido y trascendencia de eso que fuiste capaz de crear”.

lunes, 8 de febrero de 2016

DECIR ADIÓS A QUIENES FUERON PARTE CENTRAL DE NUESTRAS VIDAS...



Decir adiós a quienes fueron parte central de nuestras vidas nos confronta con lo que fuimos y somos. A solas con nosotros mismos, buscamos palabras necesarias: voces de despedida haciéndose recurso, finalidad, trascendencia; abriendo las puertas a lo definitivo y lo amplio, a lo necesario y, también de algún modo, a lo esperanzador.
Toda voz de adiós impone su propia entonación. Nuestras palabras hacia quienes nos abandonaron, no son iguales porque nuestra despedida de ellos tampoco lo fue. Y nuestra voz se relaciona tanto con la memoria, como con la necesidad de definir nuestras emociones ante el recuerdo.
Como un símbolo final, la muerte dibuja nuestra evocación de aquellos de quienes nos despedimos. Apoyados en la vivacidad de imágenes de las que no podemos desprendernos, nos comunicamos con quienes nos han dejado definitivamente. Y si escribir es siempre una manera de entender, la muerte de un ser querido es un motivo esencial para comunicarnos con esa ausencia; que es, también, una forma de comunicarnos con nosotros mismos.
Y escribimos buscando chispazos posibles de sentido; traduciendo el significado de eso que surge en nuestra alma: contradiciendo algunas cosas y reafirmando otras. Nuestras palabras reconstruyen, así, memorias que nos iluminan, permitiéndonos, acaso, una suerte de reconciliación con nosotros mismos; reconciliación que cede paso a reencuentros que se hacen acuerdos, respuestas al dolor y la tristeza, conquista de armonías ante la ausencia y el vacío.
Entregarnos a la verdad de nuestros afectos es acercarnos a nuestras respuestas más reales. Es aproximarnos a propósitos que nos alienten. Y justificamos nuestro dolor por la verdad de algún espiritual abrazo que nos permita dar por finalizadas muchas cosas; un abrazo que nos rescate y legitime en la aceptación de nuestras propias emociones.
Cuando lo que era incoherencia y sinsentido se cubre de respuestas, alcanzamos a vislumbrar un significado para nuestros sentimientos; un signo de sosiego ante lo verdadero y una razón de armonía en la dignidad de los reencuentros y la serenidad de un rostro que, limpiamente nos mira y comunica su amor.
Es verdadero y es bueno todo cuanto alcanza a señalarnos un aprendizaje de nuestra propia humanidad.


lunes, 1 de febrero de 2016

A SANTIAGO...

Santiago: te debo estas palabras, las veo como una deuda para contigo. Es como si tu despedida fuera separación que, a la vez que nos aleja definitivamente, también y paradójicamente, nos acerca. Por ejemplo, nos acerca en la serena plenitud de un abrazo vivido en mis sueños y convertido en definitivo desenlace.
Fuiste siempre un espíritu inquieto. La inconformidad crispó tempranamente tu rostro cubriéndolo con máscaras que tus obras procuraban desvanecer. Remitiste a titánicos esfuerzos tu necesidad de entender; y en interminables preguntas, que jamás parecieron pretender respuesta alguna, te protegiste –o vulneraste- con muchos espejismos.

Fuiste un ser extraordinariamente sensible en quien encarnaron esas cosas que tantas veces aconsejé a mis estudiantes: creer en sí mismos, buscar eso que desean decir, hacer eso que aman hacer. Ahora que te has ido, le hablo al hijo; pero, quizá sobre todo, le hablo al artista, al creador que, desde muy temprano, sintió que tenía algo que expresar y se esforzó hasta lo inimaginable por descubrir su manera de hacerlo. Como te comenté tantas veces: cuando sentimos en nosotros la necesidad de una obra que sea nuestra y nos refleje; surgida de una muy personal necesidad de decir, no podemos sino entregarnos a ella entendiendo que, nuestro esfuerzo, todo en él, tendrá que ver con eso que somos porque ella es un trozo de nuestros sueños, ilusiones, esperanzas, retos…