viernes, 29 de marzo de 2019

MERECER LA DEMOCRACIA

¿Cuál es el sentido de la política? Suele definírsela como el arte del poder en beneficio de la convivencia: unos pocos gobiernan para que una mayoría viva razonablemente bien, sea razonablemente feliz y sus necesidades se hallen razonablemente satisfechas.
Cuando pensamos en una convivencia aceptable para cualquier comunidad pensamos en insoslayables condiciones: justicia, respeto a la dignidad humana, solidaridad, tolerancia… Realidades que no podrían darse sino en sociedades donde sean posibles la temporalidad del poder, la presencia de leyes aceptadas y la potestad de instituciones respetadas; sociedades que entiendan que no hay sentido alguno en la uniformidad y acepten que solo el pluralismo posibilita la superación de las naturales divergencias entre los hombres a través de reglas de juego acatadas por todos.
Cuando esas reglas de juego dejan de respetarse llega el fin de la convivencia. La delirante inspiración de algún dictador, las ideologías excluyentes, los principios dogmáticos y toda clase de fanatismos significan la imposible concordia entre los miembros de una colectividad.
La democracia nació en la antigua Grecia, en el año 504 antes de nuestra era, bajo la forma de una profunda convicción: el orden humano había dejado de depender de los dioses y pasaba a relacionarse solo con la voluntad de los hombres. Nunca el credo democrático ha sido mejor definido que en la remota Oración fúnebre del gran estadista ateniense Pericles: “Nuestra administración favorece a la mayoría y no a la minoría. Nuestras leyes ofrecen una justicia equitativa a todos los hombres por igual, en sus querellas privadas, pero esto no significa que sean pasados por alto los derechos del mérito. Cuando un ciudadano se distingue por su valía, entonces se lo prefiere para las tareas públicas, no a manera de privilegio, sino de reconocimiento de sus virtudes. La libertad de que gozamos abarca también la vida corriente; no recelamos los unos de los otros, y no nos entrometemos en los actos de nuestro vecino. La única actitud ante la libertad consiste en considerarnos a nosotros mismos responsables de ella y, a la vez, merecedores de ella…”
 Desde la lejanía del tiempo nos llegan estas descripciones extraordinarias. Perder la fe en ellas es y ha sido siempre el principal error de las democracias. Desalentadas ante errores y vicios que ellas bien pudieran corregir -la corrupción, por ejemplo- es frecuente ver como las colectividades se dejan arrastrar por quienes culpan a los gobiernos democráticos de la propia torpeza humana. La democracia depende y dependerá siempre de una sólida ética de la parte de gobernantes y gobernados. Definitivamente no es a ella a quien ha de culparse de la incoherencia humana. Desde luego, nunca podrá perdurar la democracia en sociedades que, por su falta de educación, la perdieron porque, simplemente, dejaron de merecerla.

viernes, 22 de marzo de 2019

UN ABSURDO CHANTAJE


Un último grotesco acto del actual desgobierno venezolano: amenazar a las universidades autónomas con retirarles el presupuesto si se niegan a reconocer a Nicolás Maduro como presidente de Venezuela. O sea: el dinero estatal convertido en arma de chantaje para lograr la sumisión de las altas casas de estudios del país.  
Ningún gobierno, ningún Estado, ningún gobernante debería tener la potestad de imponer irrestrictas obediencias a las universidades; de convertirlas, a través de chantajes o amenazas, en sumisos, obedientes espacios. La universidad no existe, no ha existido ni existirá nunca para cumplir los deseos de gobierno alguno. Sus principios se relacionan con imaginación y creatividad, con valores y sueños, con ideales y principios. Aspira a formar dignos seres humanos que sean, también, buenos profesionales. Y ese doble propósito explica el significado ético de su siempre necesaria autonomía. Una autonomía alusiva a la mayor fortaleza de la universidad: la libertad de cátedra.
Una universidad no es ni será nunca espacio análogo al castrense, al político o al mercantil. Sus miembros: autoridades, profesores, estudiantes, jamás aplaudirán bobaliconamente consigna alguna ni se vestirán de color rojo o de ningún otro color. Tampoco vociferarán el nombre de algún ídolo colectivo amparado en el culto a la personalidad ni jurarán por las urgencias de intereses políticos o económicos.
Alguna vez dijo el poeta Pablo Neruda: “Hay que oír a los poetas. Es una lección de historia”. Escuchar a los poetas: una necesidad de las sociedades relacionada con sentido común, pero también con ideales, con esperanzas, con sueños colectivos. Parafraseando a Neruda, yo añadiría: al igual que a los poetas, las sociedades están obligadas a escuchar a sus universidades. No a todas, desde luego. Solo a las que merezcan serlo: las verdaderas, las dignas; nunca a las uniformadas, las obedientes, las adoctrinadoras, las temerosas, las destinadas a convertirse en lamentable apéndice de poderes ajenos a ellas.
Jamás, a lo largo de los últimos veinte años en Venezuela, ninguna de nuestras universidades autónomas claudicó ante la evidente deriva autoritaria gubernamental. Siempre fueron -y es algo que como profesor universitario que soy desde hace cuarenta años me enorgullece profundamente- muy críticas ante el talante antidemocrático del chavismo.

viernes, 15 de marzo de 2019

UN INFATIGABLE HABLADOR


El comienzo venezolano del año 2019 significa el triste final de un imaginario. La Revolución (o, en el caso venezolano, la revolución, así con notoria minúscula) concluye junto al espectáculo de una nación languideciendo en la más espantosa inopia. Tras casi una semana sin luz ni agua, fallecen enfermos en los hospitales, se recogen de las aguas infestadas de materias fecales del río Guaire el líquido necesario para hogares a los que, desde hace meses, no llega el agua.
En el año de 1999, conquistada la primera magistratura nacional, aparece en la historia venezolana una figura que, de alguna manera, evoca ciertos personajes de nuestro siglo XIX. Seres caudillescos, carismáticas individualidades a las que este nuevo gobernante quiere emular. Rápidamente los venezolanos descubrimos su esencial potestad: no la valentía ni la acción guerrera real; únicamente la habilidad de hablar y de hacerlo durante horas, durante días, durante meses, durante años. Hablar y hablar a lo largo de todos y cada uno de sus desgobiernos caracterizados, precisamente, por una inagotable elocuencia reflejada en las pantallas de televisión.
Hablar y hablar y hablar: ofreciendo, anunciando, prometiendo, garantizando, publicitando todo cuanto pueda imaginarse: construcción de puentes, de autopistas, de ciudades, de fábricas de toda índole (de helados, por ejemplo, como la anunciada “mayor fábrica de helados del mundo, Copelia”, que habría de inaugurarse en la yerma península de Paraguaná); de hablar sobre la transformación del orden mundial, sobre un futuro planetario regido por una revolucionaria Venezuela.
Era la transformación de las antiguas acciones guerreras de los viejos jefes de las montoneras de antaño en eyección infinita de vocablos -siempre en creciente diapasón- acompañados del infaltable aplauso de los entusiastas del griterío del nunca silente personaje. Caudillo de las palabras, amo y señor de los gestos, dueño de los desplantes, artífice de ilusiones sin relación alguna con la realidad, el teniente coronel Hugo Chávez jamás disminuyó la fuerza de sus gritos, de sus énfasis, de sus infinitas alocuciones.
Al amparo de esa voz inextinguible proliferaron todas las formas imaginables de corrupción, de abusos de poder, de engañifas, de inimaginables torpezas e incompetencias, de equivocaciones irreparables. De esta manera, y con una última alocución designando a ese sucesor suyo que hoy en día hunde en la absoluta miseria a Venezuela, hemos llegado a este “llegadero” final de los sueños socialistas, a esta conclusión de promesas revolucionarias, ahogadas y desvanecidas en este presente venezolano de comienzos del año 2019.