viernes, 26 de abril de 2019

EDUCACIÓN, CONVIVENCIA, EQUILIBRIO




 ¿Para qué conocer? ¿Cuál es el sentido del conocimiento? Sin duda: adquirir razones para entendernos con ese tiempo y esos espacios donde habitamos los hombres. Memoria del tiempo y valoración de los espacios referidos a esa temporalidad: acaso una definición de la convivencia humana.
El filósofo y pedagogo John Dewey relacionó muy estrechamente convivencia y educación. Ésta  -decía- debía de ser ante todo “útil”, capaz de permitirle al hombre relacionarse adecuadamente con su realidad, con los otros. Entendía que la única sociedad que los hombres merecemos no podía ser sino democrática, regida por principios humanos y no por dogmas ni fórmulas ni individuales apetencias, por ello en su libro fundamental, Educación para la democracia, señaló cómo la educación debía, ante todo, enseñar a los hombres a convivir: humanizar la convivencia a través de la educación de la política y humanizar la política convirtiéndola en el arte de la organización social en medio de un necesario equilibrio.
Equilibrio entre las aspiraciones de unos y de otros porque una absoluta libertad es incompatible con ideales de total igualdad, y porque la excesiva libertad puede significar que muy pocos lleguen a tener demasiado a costa de la carencia de la inmensa mayoría; e, igualmente, porque, en exceso, la igualdad significa la condenación de todos a vivir vidas demasiado grises, demasiado tristes, demasiado limitadas, demasiado miserables. Equilibrio, en fin, que apele a la sensatez de las propuestas y de los comportamientos, de la armonía entre los ideales y la realidad, de concesiones capaces de impedir la crispación de las actitudes y los propósitos en medio de la desesperación generalizada y, a la postre, de la imposible convivencia.

viernes, 19 de abril de 2019

IDEAS E IDEOLOGÍAS


Las ideas viven de las ideas. Nos impulsan desde afuera y desde adentro de nosotros mismos. Al pensar, individualmente nos hacemos responsables del mundo porque lo dibujamos con nuestros pensamientos. Ideas para crear, para discurrir, para imaginar, para soñar. Ideas que son síntesis de lo que aceptamos y rechazamos, de lo que asumimos falso o de lo que creemos verdadero. Ideas que son dueñas del secreto del tiempo humano.
A la vida de las ideas se opone la nociva presencia de las ideologías. Si las ideas son el sustento de toda existencia y de la natural convivencia entre los hombres, las ideologías son la inhumanidad de dogmas inapelables, de razones empeñadas en establecer principios únicos de convivencia. Si las ideas aceptan el disenso, la crítica, la discusión, la incertidumbre, las ideologías se apoyan solo sobre sí mismas negando cuanto las contradiga. Si las ideas derivan en la vitalidad de la comunicación y el diálogo, las ideologías lo hacen en la mortandad de los fanatismos, la esterilidad del monólogo, la congelación de unas pocas respuestas definitivas...


viernes, 12 de abril de 2019

MUY A MENUDO...


Muy a menudo, los venezolanos hemos escuchado a “patrióticos” historiadores sostener que el tiempo anterior a la Independencia carecía de importancia por no ser lo suficientemente enaltecedor, y solo la Emancipación -y en ella, como protagonista indiscutible, Bolívar, elevado a la categoría de semidiós- abría el nacimiento de la historia venezolana. Sin embargo, esta descripción poseía un grave inconveniente: el tiempo posterior a la Independencia resultaba ser muy poco “glorioso”: guerras sin fin, caudillos y caudillejos, pobreza, miseria injusticia, atraso…
De habituales versiones acerca de un pasado colonial olvidable y un tiempo posterior a la Independencia igualmente destinado a barrerse bajo la alfombra, el teniente coronel Hugo Chávez supo justificar su “predestinación”. Comenzó declarándose albacea único, solitario continuador de la obra de Bolívar, heredero destinado a concluir lo iniciado por el gran hombre. Se apoyó, también, en otro ritual muy venezolano: el del recomienzo. En muy estrecha relación con el culto a Bolívar y la veneración por la gesta emancipadora, así como con el rechazo al tiempo colonial y a las épocas republicanas posteriores, la memoria venezolana postula una historia de incomunicados hiatos. Todo proyecto político pareciera, necesariamente, apoyarse en nuestro país sobre el olvido del pasado. Así -¡no faltaba más!- Chávez se apresuró a identificarse con un tiempo patriótico congelado en su dignidad desde la batalla de Carabobo. De allí lo delirante de una de sus primeras acciones: cambiarle el nombre al país. Ya no más Venezuela, sino “República Bolivariana de Venezuela”. Chávez se declaraba punto de partida de un rutilante tiempo nuevo tras los cuarenta años de “oprobio” de la Cuarta República.
Chávez fue, ante todo, un líder populista. Todo populismo reúne los mismos ingredientes -el carisma de un jefe y su irresponsable ofrecimiento de cualquier cosa- pero, en el caso chavista, a esa condición carismática se añadió un particular propósito: fomentar la discordia entre los venezolanos multiplicando incontables resentimientos, instigando rencores, evocando -o inventando- todas las rencillas imaginables. Para apoyar este esfuerzo se valió de muy confusos argumentos ideológicos, reuniendo en un mismo caldo disparatados ingredientes: Carlos Marx junto a Fidel Castro, Norberto Ceresole y Ezequiel Zamora, Bolívar al lado del Negro Primero. Y de esta inextricable maraña surgió ese adefesio llamado la “Revolución Bolivariana”, la “Revolución Bonita”, la “Revolución del siglo XXI”…